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LA ELECCIÓN DE SER MÉDICO
Si pudiese escoger otra vez qué estudiar, indudablemente diría MEDI-
CINA. Aunque siendo sincera no siempre fue así. Cuando era niña quería
convertirme en médica veterinaria porque amaba los animales, sobre
todo los pequeños, pero mi mamá me persuadía diciendo que estudiar
veterinaria está más allá de caricias y juegos con perros y gatos, ya que
correspondería atenderlos, curarles heridas de gusaneras, infestaciones
por sarna y revisarles sus colitas, probablemente embarrándome de sus
desechos en el acto. Luego quise ser arquitecta o diseñadora gráfica, pero
otra vez la sabiduría materna sugería que colorear y dibujar eran mejores
hobbies que trabajos formales. “Mejor estudia medicina y sé tu propio
jefe” afirmaba.
Sin duda alguna, la escuché e ingresé a estudiar medicina; y no, no me
arrepiento. No contaba con que toda esa persuasión para que no estudiara
dichas profesiones, no evitaría la realidad de encontrarme con escenarios
de esos campos y que, por lo tanto, las viviría plenamente en la residencia
con los pacientes en igual o peor medida. Me sentí engañada, pero no fue
su culpa, pues ni ella ni nadie en mi familia conocían cómo era la vida
en la medicina.
En todo caso, durante la carrera curé heridas infestadas de incontables
larvas, muchas veces además infectadas con temibles bacterias que inun-
daban la habitación de inolvidables olores nauseabundos; atendí partos
explosivos dónde me bañé literalmente de líquido amniótico, sangre,
heces y orine de la madre; hice innumerables tactos rectales y vaginales a
pacientes de todas las edades, y pare de contar. No todo fue color de rosa,
pero sí que valió la pena.
Ahora bien, hay muchas cosas en la práctica médica que a la mayoría
de las personas les generaría asco, miedo o fobia, pero poco a poco dentro
de la carrera me fui adaptando a esas situaciones poco habituales de la
cotidianidad, como ver un cadáver, una cirugía o un simple pinchazo para
extracción de sangre.
Por ejemplo, mi primer cuasi desmayo lo viví durante el primer año
de la carrera, en la cirugía de una querida mascota; obviamente fue un
veterinario quien la operó y en su clínica privada, pero, por un momento
hizo cuestionarme si de verdad era capaz de entrar en este mundo.
Al final, sobreviví los seis años. No obtuve los máximos honores,
pero logré el 15º puesto de la promoción. Nada mal a mi parecer. Sin em-
bargo, las calificaciones no me hicieron mejor médico ni me prepararon
para lo que viene después de la graduación. Sentir la responsabilidad de
la salud de un paciente recaer en sobre mis hombros no tiene igual. Así
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