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bajo, que se cobrarían estos golpes entre todos en
otra ocasión.
Juan, hombre fuerte e indómito, de carácter
sereno, vivía junto a los suyos en un
rancho formado por una pieza grande, un amplio
alero y un galpón, que el mismo había construido a
orillas del Estero Chico,
después de la inundación de 1966, y
protegido por la sombra de un frondoso Espina
Corona, árbol de buena madera, el conjunto
formaba una estampa muy común en esa región.
Cuando moría la tarde en un ocaso rojo y
ardiente cubriendo todo el paisaje con un tul
carmesí, cansado, con la piel manchada de soles,
pero con la alegría dibujada en el rostro, volvía
Juan por la angosta picada que conducía a su
hogar, que con las paredes blanqueadas se
recortaba imponente contra al monte, como
marcando el comienzo y el final de todas las
cosas, o al menos eso era lo que él pensaba, entre
una nube de mosquitos y el humo de su cigarro,
que como una pequeña estela, iba quedando a su
paso en la calma total de la tarde.
Al llegar al hogar, después de cerrar la
tranquera ya acompañado por sus perros, se
quitaba el sombrero, y sentándose unos momentos
a la sombra, a beber unos sorbos de agua fresca
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