Page 9 - Mandrágora Revista Digital Abril 2022
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Abría los ojos, y su nombre poco le importaba. Sazonaba el café con leche en
         las mañanas y evitaba los abrazos. Acomodaba cuidadoso el relicario sobre su
         cuello, era la muletilla diaria, pues quería obviar los ansiolíticos. Pensaba que
         la foto de su Clara espantaría los malos espíritus, una santa que protegía el
         pecho de los falsos amores; una mujer de pelo liso y muchas sonrisas. Peine
         en mano de izquierda a derecha, hábil de muñeca hasta lograr la perfección

         que  validaba  el  espejo.  Él,  nunca  ha  vivido,  desde  el  primer  chillido  de
         existencia no ha hecho otra cosa que sobrevivir a rasguños. Un poco de agua
         para enjuagar la amargura, y a trabajar se ha dicho.


         Prefería  trepar  árboles  y  conseguir  su  propia  comida;  un  escuálido  primate
         sobre la mata de capulí, un flaco feliz. Conoció del dolor cuando aprendió a
         caminar. Supo del amor después de algunos años cuando tropezó con Clara.
         Un hola no bastó, ocho hijos sí.


         Los  muchos  viajes  en  bus  le  fijaron  la  costumbre  de  usar  el  hombro  como
         almohada. Las cortas siestas se ofrecían de placebo ante los contratiempos.


         Ella, más serena, dibujaba sobre la ventana empañada con la misma mano que

         usaba para santiguar a los suyos. Sin duda era la más brava de entre los dos, y
         aunque no sabía leer bien las letras, podía como una experta entender a los
         demás.  Los  ojos  entrecerrados  siempre,  daban  alarde  de  sospecha,  pero  en
         honor a la verdad, no era más que una lucha a muerte entre sus pupilas y los
         párpados.


         Así  recordaba  a  su  Elisa  con  S.  Le  hacía  una  oración  antes  de  colocarse  el
         chaleco  y  se  persignaba  por  si  acaso.  En  ocasiones  solía  ponerle  una  vela,
         cual santa cumplidora de caprichos, pero este no era el día. El sagrado ritual
         terminaba  y  se  le  venía  de  repente  memorias  de  una  piel  arrugada  pero  tan
         delicada, de esas que amortiguan los abrazos, y por más farsantes que estos
         sean,  los  devolvía  sinceros.  El  síndrome  de  la  melancolía.  Salía  por
         momentos  a  mirar  las  imágenes  que  colgaban  sobre  todas  las  paredes,  los
         retratos sobre el peinador, las fotografías en marcos multiformes forjados con
         oro falso. Se convirtió en un adicto de las sonrisas escondidas en papel.


         Se hacía del pan diario con la suela, el cuero, y las hormas. Sobre los labios
         el cigarro, pues le faltaban dedos para clavar el mangle. Odiaba que le digan

         “zapatero a tu zapato”, mientras se burlaba de quienes, con martillo en casa,
          ni el hueso del chancho podían romper. La suela fue su amante en abriles, y
         el  cuero  su  más  grande  alcahuete.  Las  hormas  solo  reían.  Llenó  todas  las
         repisas de calzado fino y bautizó al lugar con el nombre de su madre.


         Le  hace  homenaje  justo  a  los  nostálgicos  de  verdad  e  invoca  a  todos  los
         sentidos. Añora su sazón: el sancocho de los sábados. Se prometió a sí mis-
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