Page 15 - Llaves a otros mundos
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DOS COSAS le gustaron a Ana cuando miró a través de la nueva ventana de la
               nueva habitación de su nuevo departamento. La primera era una pista de
               atletismo, que al parecer frecuentaba gente mayor vestida con vistosos atuendos

               deportivos. La segunda era el volcán camaleón. Así lo había nombrado Ana,
               porque apenas llevaba ahí unas cuantas horas cuando la cumbre había cambiado
               de blanco a anaranjado, a gris, de nuevo a anaranjado, a azul.


               —¡Ana!

               La niña oyó detrás de sus pensamientos la voz seria de su madre. Dejó de mirar
               hacia la ventana y su mente regresó al cuarto, lleno de olor a cartón y a restos de

               perfume de quien fuera que hubiera ocupado esa habitación antes que ella. Su
               mamá estaba asomada desde la entrada de la recámara, con una caja llena de
               trastes en los brazos. Llevaba en la cabeza la pañoleta que se ponía cuando era
               un día de quehacer y malhumor, y últimamente todos los días habían sido de
               quehacer y malhumor.


               —Llegamos anoche, ¿y aún no has arreglado tu cuarto? ¡Por favor haz algo!


               Sin esperar la respuesta de Ana, su mamá corrió hacia el teléfono, que había
               comenzado a sonar. Ana sabía que la llamada estaba equivocada, pues nadie se
               había enterado de la mudanza. Ni sus amigos. Ni sus abuelos. Ni su papá.


               Ni siquiera Ana conocía bien a bien la razón de la premura de la mudanza. Se
               sentía completamente extraña, parada en medio de ese cuarto ajeno, en un
               departamento de la mitad de tamaño que la casa donde había vivido los once
               años de su vida, con un papá de menos y una señora enojona de más.


               —¿Y mi papá? —le había preguntado a su madre en la carretera, a medianoche.
               Ella quitó la vista del camino por un momento, giró la cabeza hacia su hija, y
               ordenó secamente:


               —Duérmete porque me distraes. Si quieres, luego te digo.


               —¿Por qué nos fuimos sin él? ¿Se van a divorciar? —Ana insistió.

               El rostro de su mamá se volvió severo.
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