Page 16 - Llaves a otros mundos
P. 16
—Duérmete —repitió, y no dijo nada más.
Ana no se durmió. Se dedicó a mirar, por primera vez, el volcán. Bajo la luz de
la luna se veía plateado y sonriente. Día y medio después ese volcán era, junto
con la pista de atletismo, el único motivo que tenía Ana para no enojarse con su
mamá por haberla alejado de sus amigos, de la rutina y de la mitad de sus cosas.
La otra mitad las había dejado en su vieja casa, que tenía jardín y un árbol de
tamarindo. Ana, nuevamente mirando el volcán, se recordaba chupando las
frutas hasta dejarles la pura semilla. Dio un suspiro grande y se preparó para
desempacar.
Comenzó a destapar las cajas. Una por una, les quitaba la tira de cinta canela y
sacaba el contenido: ropa que no cupo en las maletas, los cuadernos y libros de
quinto de primaria, muñecas Barbie pelonas que ya no usaba («¿Por qué no me
traje las que sí tienen cabello?», se preguntó), su colección de revistas musicales
y, qué bueno que sí lo empacó, su muñequito preferido: un R2-D2 de peluche,
regalo de Navidad de hacía dos años, de parte de sus papás.
Debajo de una caja que Ana había sentido demasiado pesada estaba un objeto
inesperado: la computadora portátil que su papá siempre traía consigo.
La sostuvo un momento y miró hacia la puerta. Estaba a salvo de miradas
amenazadoras. Se sentó en el rincón que se formaba entre la cama y la ventana y
abrió la computadora.
Percibió un olor agradable, inconfundible. Era la mezcla del olor a nuevo de la
computadora y de la loción de su papá. Y sin que ella lo hubiera deseado,
comenzó a recordar su mano gorda y llena de vellos, su sonrisa grande y los
domingos de helado de chocolate. Pero también las discusiones, las noches que
ella pasaba en vela oyendo los gritos de sus padres. «¿Y Ana?», recordaba cómo
exclamaba su padre. «¿Qué pasará con ella?» «¡A mi hija no la metas!»,
contestaba siempre su madre. Y a la mañana siguiente, Ana percibía en sus papás
una incómoda tristeza. Él con su mirada perdida y los pelitos rasposos en las
mejillas, y ella con su manía de preparar platillos complicados para comer. Y
Ana callada, sin querer ni poder decir nada, sospechando que quizás la culpa de
las discusiones, y de todo lo que estaba mal en el mundo, era de ella. Todo eso lo
recordó en un segundo, con un solo golpe de olor. Así que mejor decidió cerrar
el aparato. ¡Clac!