Page 21 - Llaves a otros mundos
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CUANDO Ana reaccionó, su mamá estaba recogiendo pedazos de platos, en
silencio. Quiso ayudarle, pero la detuvo una orden:
—Vete a tu cuarto.
Ana la obedeció azotando la puerta. Una vez adentro, se sentó de nuevo a ver a
los ancianos corriendo y al volcán camaleón, que en ese momento era amarillo.
Aunque todavía hacía frío, abrió la ventana. Entraron el aire fresco y el ruido de
la ciudad despierta.
Ana miró la pista de atletismo. Le agradaba la gente anciana, especialmente sus
abuelos. Se divertía mucho cuando visitaba su casa, repleta de cosas extrañas. El
abuelo de Ana, después de una vida llena de aventuras en la que tuvo varios
oficios, desde hacía quince años se dedicaba a la artesanía. La casa de Ana
estaba llena de muebles y adornos de madera tallada. Sus manos eran muy
rasposas y gruñía para casi todo, pero ella siempre lo ablandaba.
—Abue, ¿de dónde es esa cantimplora viejita?
—Ay, niña, ¡pues de dónde va a ser! De cuando mi hermano mayor me llevó a
conocer a don Plutarco Elías Calles, un día antes de que el general Cárdenas lo
expulsara del país.
Siempre tenía historias de su pasado como marinero, repostero, gerente de banco
o poeta. Era tan buen narrador que ella se sentía parte de las historias que le
platicaba.
La abuela, en cambio, contaba siempre la misma historia. Ella era hija de un
hacendado. Cuando se enamoró del abuelo se enfrentó a sus padres
conservadores.
—Hubo hasta balazos —le decía a Ana—. Pero tu abuelo siempre fue un
caballero, supo cómo ganarse a mis padres, que en paz descansen.
Ana estaba convencida de que la abuela misma fue en realidad quien aplacó a los
bisabuelos, pues conocía su gran poder de convencimiento. Toda su vida había
sido maestra de primaria, hasta hacía poco, cuando se jubiló. Cuando Ana
visitaba a sus abuelos, comían, ella hacía la tarea y platicaba con ambos.