Page 10 - El secreto de la nana Jacinta
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vez había sido. Tuvo deseos de llorar. Cuando las primeras lágrimas salieron de

               sus ojos, el niño escuchó unas pisadas conocidas que se aproximaban a su
               habitación. Era Jacinta, su nana negra.

               Jacinta vivía en casa de los marqueses desde que Bernardo había nacido. Don

               Esteban la había comprado como regalo para su esposa al dar a luz a su primer
               hijo varón. Cuando llegó a la casa de los Villaseca, nadie imaginó todo lo que la
               mujer de origen africano tenía guardado para aquella familia.


               Jacinta era una mujer grande, corpulenta, de ojos verdes que brillaban incluso en
               la oscuridad. Nadie sabía su edad, ni siquiera ella misma podía calcularla, pero
               no debía de ser muy vieja, pues había podido ser nodriza de Bernardo al nacer.
               De cualquier forma, tampoco era muy joven ya, pero su extraña belleza y las
               curvas de su cuerpo seguían provocando abundantes suspiros y miradas de amor.


               Jacinta poseía muchísimas cualidades: arrullaba como la misma Virgen,
               cocinaba los mejores dulces y postres que jamás se hubiesen probado, sabía
               infinidad de canciones y adivinanzas, conocía remedios para curar y aliviar casi
               cualquier mal, bailaba con ritmo y alegría incomparables, abrazaba
               amorosamente y sonreía como nadie más. Pero, sin duda, lo que más le gustaba a
               Bernardo de su nana eran las historias mágicas que no se le acababan nunca.


               Aquella mañana de domingo, Jacinta subió a la habitación de Bernardo para
               ayudarlo a vestirse antes de bajar a desayunar. Con su voz cristalina y de buen
               humor, la esclava negra despabiló a su niñito:


               —Vamos a ver, don Bernardo… ¿Qué tiene usté que aún no sale de la cama?
               ¡Arriba, que ya van a servir el desayuno!


               —No tengo hambre, Jacinta. No quiero bajar —respondió el niño.


               —Pero mi negro, ¿qué pasa? ¿No ve que he preparado tamalitos de queso y que
               el chocolate está más espumoso que nunca? —exclamó la negra.


               Jacinta conocía a Bernardo mejor que nadie y sabía perfectamente lo que le
               sucedía. La nana se sentó junto a él en la cama, lo abrazó, lo acurrucó en sus
               brazos, y así el niño se animó a decir:


               —Extraño a Soledad.
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