Page 11 - El secreto de la nana Jacinta
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—Ay, mi nene… La niña Soledad va a estar bien, va a estar muy bien. Ahora que
vive en el convento tendrá todo el tiempo para rezar por nosotros, podrá
escuchar misa cantada a diario y rezará el rosario por las tardes en compañía de
las demás novicias. Pero ¡qué dichosa que va a ser tu hermanita, Bernardo, tan
cerca de la Virgen, de los santos y de todos los ángeles del cielo! —a Jacinta
también le rodaron algunas lágrimas por las mejillas, pero en su caso éstas no
eran de tristeza, sino de júbilo y emoción.
—Yo sólo quiero que regrese a la casa, que regrese a vivir conmigo como lo ha
hecho siempre —repuso el niño.
—¡Ay, Jesús, pero qué tonterías se te ocurren! Soledad apenas ayer ingresó al
convento y no volverá a salir de ahí en toda su vida. Ahora la niña se dedicará en
cuerpo y alma a servir a Dios, nuestro Señor —recordó Jacinta.
Bernardo no comprendía nada. Su corazón estaba hecho un lío, lleno de
emociones y sentimientos contra dictorios. Como a Jacinta, a Bernardo también
lo alegraba y enorgullecía saber que algún día no muy lejano su hermana se
consagraría como monja de San José. No todas las familias de la Nueva España
tenían el honor ni la suerte de contar con un miembro dedicado a la vida
virtuosa, pura y sagrada propia de los conventos.
No obstante, a pesar de que Bernardo experimentaba orgullo y contento ante
aquella situación, al mismo tiempo se sentía el ser más desdichado y furioso del
mundo. Una vez que Soledad había cruzado el gran portón de madera del
convento, el niño comprendió que no volvería a ver a su hermana jamás. La sola
idea le producía escalofríos, y cada vez que lo pensaba volvía a tener ganas de
llorar sin parar.