Page 13 - El secreto de la nana Jacinta
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Efectivamente, Soledad, que apenas tenía trece años, cinco más que Bernardo,
               había ingresado al Convento Carmelita de Clausura la mañana del día anterior.
               Casi al amanecer, la familia entera, acompañada de parientes, amigos, esclavos y

               sirvientes desfiló en procesión custodiando a la próxima novicia. Soledad
               llevaba una corona especial: durante un mes, Bernardo había visto a su madre, a
               Jacinta, a María y a las demás criadas de la casa pasar tardes enteras adornando
               la corona con joyas, brocados, bordados y flores cuidadosamente seleccionados.
               Soledad, silenciosa, observó día a día cómo cobraba forma aquel tocado que
               habría de convertirla en esposa eterna de Dios.


               El día llegó. Don Esteban, el marqués, recibió en la puerta de la casa al padre
               Xara, confesor y amigo de la familia, que acompañaría a Soledad a la cabeza de
               la procesión. Después de darle la bendición, ambos salieron a la calle, donde los
               músicos y los invitados esperaban ansiosos el inicio del recorrido hacia el
               convento. Gertrudis, la marquesa, se había puesto uno de sus mejores vestidos,
               aquel que llevaba holanes flamencos y un faldón de algodón de la India.
               También Bernardo vistió su traje de gala. Antes de que la procesión comenzara
               la marcha, Jacinta apretó la mano al niño y le dio una candela prendida para
               alumbrar con luz del Espíritu Santo el camino que llevaría a su hermana hacia
               una nueva vida.


               El recorrido al convento fue largo, o al menos así le pareció a Bernardo. La
               procesión avanzaba lentamente, con su ritmo y cadencia propios: un paso
               constante que no se detenía. Soledad iba al frente, vestida de blanco con aquella
               preciada corona sobre la cabeza. Su hermano pensó en lo difícil que debía de ser
               caminar y guardar el equilibrio con aquel objeto tan pesado encima, pero la niña
               no sólo caminaba erguida y segura, por momentos se veía tan hermosa que a

               Bernardo le daba la impresión de que flotaba, etérea, como volando hacia su
               nuevo hogar.
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