Page 16 - El secreto de la nana Jacinta
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Al llegar al portón de San José, la procesión se detuvo. El padre Xara tocó la
               enorme aldaba tres veces y la puerta se abrió misteriosamente. Gertrudis avanzó
               hacia su hija. Ésta la abrazó fuertemente mientras la madre, emocionada, besó a

               Soledad en la frente y en las manos. Después se acercó don Esteban: el padre
               miró a su hija y, conmovido, la persignó para despedirse, para siempre, de ella.
               Entonces Jacinta se aproximó a la futura monja, su princesita. La nana envolvió
               a Soledad con sus brazos fuertes, morenos; le acarició la cara y llorando le dijo
               muchas cosas que nadie entendió.


               Tocaba el turno a Bernardo, pero a partir de aquel momento el niño no recordaba
               nada con claridad. Lo último que sintió fue un intenso calor que le recorrió todo
               el cuerpo. Pronto vio las cosas al revés, girando a su alrededor. Trató de tocar a
               su hermana, intentó abrazarla y tomarla de la mano fuertemente para impedir
               que cruzara el umbral del portón. Pero sus piernas no le hicieron ningún caso;
               mucho menos lo hizo la voz, con la que deseó pedirle a su hermana que no lo
               dejara solo, que se quedara con él en la casa para cuidarlo y acompañarlo como
               lo había hecho hasta aquel día.


               Después de eso, nada más: Bernardo sólo recordaba oscuridad. La siguiente
               escena que aparecía en su memoria era ya en su casa, en su habitación, acostado
               sobre la cama, recibiendo cucharaditas de agua de limón con chía que Jacinta le
               daba cuidadosamente en la boca. Ahora, un día después, Bernardo veía llegar la
               mañana del primer domingo que pasaría sin su hermana Soledad.


               —No tengo hambre, nana, y no quiero bajar a desayunar —afirmó tristísimo.


               —Pues má vale que te apresures y olvides tus razones y opiniones porque ha
               sido tu padre quien me pidió que viniera por ti —explicó Jacinta.


               Bernardo no tenía más remedio: en la casa nadie podía desobedecer la voluntad
               de don Esteban. Bajó a la mesa para sentarse al lado de su padre y de su madre.
               El desayuno transcurrió como siempre: Gertrudis lo inauguró con la oración
               cotidiana; acto seguido comenzaron a desfilar los tamales recién hechos, el pan
               dulce y las jarras de chocolate que tanto le gustaban al marqués de Villaseca.
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