Page 26 - Diario de guerra del coronel Mejía
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Avenida Chapultepec 67 (a media cuadra de la casa en la que vivíamos). Era una

               casona antigua de dos pisos y un patio trasero. Había sólo tres salones de clase
               (en cada salón se alojaban dos grados), un salón de actos grande y el cuarto de la
               Dirección. El baño estaba en la parte trasera de la casa, en la salida hacia el
               patio, al final de un gran barandal (y se usaba previa disposición de dos tarjetas
               de madera, una para cada sexo, colgadas a un lado de la Dirección). La parte alta
               de la casa sólo la utilizaba la dueña y directora, la señora Quintanar. En aquel
               entonces las clases eran de ocho de la mañana a una de la tarde, con media hora
               de recreo, y luego, después de comer, había que volver a la escuela a las cuatro
               para abandonarla hasta que cumplíamos con la tarea que nos hubiera dejado la
               maestra. El ciclo escolar también era un poco distinto: iba de febrero a
               noviembre, y no había vacaciones de verano sino de invierno.


               En un par de recreos el Coronel intentó reclutar gente para su batallón. Estaba
               convencido de que el mejor modo de servir a la patria era participando en la
               guerra. Naturalmente, no dejaba de pensar en su tío Salomón, tan gallardo en su
               uniforme de marino, accionando alguna pesada pieza de artillería, hundiendo
               acorazados alemanes, saludando tras cada acción de guerra a su ondeante
               bandera tricolor. Un héroe de carne y hueso, pues.


               El Coronel —creo que eso ha quedado claro— admiraba enormemente a su tío
               Salomón. Y éste, en su última visita a casa de los Mejía, además del libro de
               estrategias, le había obsequiado la promesa de que no se perdería su próximo
               pastel de cumpleaños. Él fue el primero en llamarlo “coronel Mejía” y el primero
               en enseñarle a apuntar con su rifle de resortera. Era natural que el Coronel

               deseara parecérsele lo más posible.

               Por eso estaba decidido a que el día de su cumpleaños número diez, el almirante
               pudiera leer su reporte de guerra y se sintiera orgulloso de él. Tenía la esperanza

               de que en algunas páginas pudiera comprobar lo mucho que había ayudado a
               pelear la feroz guerra en la que estaba metido nuestro país.
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