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                                  Se  dice  que  el  Duque  Leto  cerró  los  ojos  ante  los  peligros  de  Arrakis,  dejándose
                                  precipitar descuidadamente hacia el abismo. ¿Pero no sería más justo afirmar que había
                                  vivido tanto tiempo en estrecho contacto con los más graves peligros hasta el punto de
                                  no  poder  evaluar  un  cambio  en  su  intensidad?  ¿O  no  sería  posible  que  se  hubiera
                                  sacrificado  deliberadamente  a  fin  de  asegurar  a  su  hijo  una  vida  mejor?  Todas  las
                                  evidencias señalan que el Duque no era hombre que se dejara engañar fácilmente.

                                                    De Muad’Dib, Comentarios Familiares, por la PRINCESA IRULAN



           El Duque Leto Atreides estaba apoyado en un parapeto de la torre de control, al borde
           del campo de aterrizaje, en las afueras de Arrakeen. La primera luna nocturna, una

           brillante moneda plateada, colgaba alta sobre el horizonte sur. Bajo ella, los dentados
           bordes de la Muralla Escudo destellaban como hielo seco entre una bruma de polvo.

           A su izquierda, las luces de Arrakeen resplandecían a través de esta misma bruma:
           amarillas… blancas… azules.
               Pensó en todos los avisos con su firma colocados en todos los lugares populosos

           del  planeta:  «Nuestro  Sublime  Emperador  Padishah  me  ha  encargado  que  tome
           posesión de este planeta y ponga fin a toda disputa».
               El ritual formulismo del aviso le infundió una sensación de soledad. «¿Quién se

           dejará  engañar  por  este  pomposo  legalismo?  No  los  Fremen,  ciertamente.  Ni  las
           Casas Menores que controlan el comercio de Arrakis… y que pertenecen todas ellas a
           los Harkonnen, hasta el último hombre».

               ¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!
               Le era difícil dominar su rabia.
               Distinguió las luces de un vehículo que venía de Arrakeen atravesando el campo.

           Esperó que fueran Paul y su escolta. El retraso comenzaba a inquietarle, aunque sabía
           que era producido por las precauciones tomadas por el lugarteniente de Hawat.
               ¡Ellos han intentado arrebatar la vida de mi hijo!

               Agitó su cabeza para rechazar su rabia, y miró nuevamente al campo, en cuyo
           borde cinco de sus fragatas se erguían como monolíticos centinelas.
               Es mejor un prudente retraso que…

               El lugarteniente era un buen elemento, se dijo a sí mismo. Un hombre digno de
           ser ascendido, completamente leal.
               «Nuestro Sublime Emperador Padishah…».

               Si la gente de aquella decadente ciudad de guarnición hubiera podido conocer la
           nota  privada  enviada  por  el  Emperador  a  su  «Noble  Duque»,  y  las  despectivas
           alusiones a los velados hombres y mujeres: «… ¿pero qué otra cosa se puede esperar

           de unos bárbaros cuyo más anhelado deseo es vivir fuera de la ordenada seguridad de
           las faufreluches?».




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