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Colegio de Educación Especial “Nuestra Señora del Carmen” - ASPRONTE Nuestra Voz nº 43
En estas últimas, la palabra “deberías” pasa a ser habitual en múltiples interacciones sociales hasta ser
interiorizada por la persona en forma de pensamientos y emociones.
Frecuentemente, incluso son los propios padres quiénes acaban sumergiéndose en un estado de culpa
e impotencia que limita su capacidad de ejercer sus funciones parentales con una apropiada
percepción de autoeficacia. En otras, desplazamos la responsabilidad o manifestamos enfado sobre otros
con el fin de proteger nuestra autoestima y/o auto-concepto, constituyendo éste, por otro lado, un
comportamiento muy humano cuando nos sentimos juzgados o atacados.
Los profesionales que trabajamos con familias, especialmente con padres y niños o adolescentes,
conocemos la importancia de prestar atención a los pensamientos, sentimientos y emociones que
experimentan tanto progenitores como hijos ante las dificultades personales, y/o otros sucesos
estresantes que interfieren en la evolución positiva del sistema familiar en su conjunto. De hecho, ¡son
ellos quienes más suelen sufrir las dificultades de adaptación a los diferentes contextos sociales! Por ello,
la escucha activa, la comprensión, la empatía y el acompañamiento son funciones elementales de la
relación terapéutica.
Las emociones negativas también son útiles
Como profesionales conocemos el poder de emociones como la culpa, la vergüenza o el miedo.
Habitualmente son percibidas de forma negativa debido a que generan bastante malestar y/o sufrimiento.
Sin embargo, todas las emociones, tanto las calificadas positivas como las negativas, son esenciales para
la adaptación social y el ajuste personal. De tal forma, la culpa y la vergüenza tienen una función de
autorregulación personal y social que nos permiten aprender, corregir errores, empatizar y, en general,
dirigir nuestros esfuerzos a actuar en consonancia con unos valores personales y sociales.
Especialmente la culpa está intrínsecamente unida al desarrollo moral del individuo y de ahí su
valor adaptativo. Sin embargo, cuando la culpa no es adaptativa interfiere en la autorregulación y
desarrollo personal y social. Nos sumerge en una espiral de rumiaciones, desvalorización, ansiedad,
depresión, desesperanza... Nos impide aprender y avanzar.
Del mismo modo, el miedo o la ansiedad tienen una función protectora importante porque nos
permite prestar atención al peligro y a reaccionar al mismo. Sin embargo, cuando ésta se convierte en
desadaptativa interfiere en el afrontamiento adecuado ante las amenazas, los desafíos, las crisis... En tal
caso, percibimos estas situaciones como desbordantes de nuestros recursos personales.
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