Page 381 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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373 REGRESO A PERSIA
REGRESO A PERSIA. DESÓRDENES EN E L IMPERIO
Alejandro regresaba, pues, a las tierras que había sometido hacía varios años
por la fuerza de las armas; era ya hora de que regresara. Habían surgido en más
de un punto graves desórdenes e innovaciones peligrosas; el espíritu de la arro
gancia y el desenfreno característico de los sátrapas del antiguo imperio persa
había empezado a manifestarse también, harto pronto, entre los gobernadores
de las provincias del nuevo imperio. Muchos sátrapas, tanto macedonios como
persas, a quienes la larga ausencia del rey había dejado dueños y señores de sus
territorios, sin fiscalización alguna y en posesión de poderes ilimitados, habían
oprimido a sus pueblos del modo más espantoso, habían dado rienda suelta a su
codicia y a su lujuria, sin respetar siquiera los templos de los dioses ni las tumbas
de los muertos; más aún, en previsión de la posibilidad de que Alejandro no
volviera de la India, habíanse rodeado de huestes propias de mercenarios y habían
tomado todas las medidas necesarias para sostenerse por la fuerza armada en el
señorío de sus provincias. Los planes más insensatos, los apetitos más relajados,,
las más descabelladas pretensiones, estaban a la orden del día. La excitación des
orbitada de aquellos años, en los que parecía haberse descartado todo lo tradicio
nal y cierto y sólo parecía posible lo más inverosímil, no se daba por satisfecha
más que con las aventuras más desenfrenadas y con el aturdimiento de los place
res o las péídidas desmedidas. Aquel azaroso juego de dados de la guerra en que se
había ganado el Asia podía fácilmente dar la vuelta y en una jugada desgraciada
podía muy bien ocurrir que Alejandro perdiera todo lo que había ganado en su
desatentada suerte. También el espíritu de los persas derrocados empezaba a
cobrar nuevos bríos, a concebir nuevas esperanzas, y ya más de uno de aquellos
príncipes orientales había intentado romper los vínculos ápenas anudados para
fundar principados independientes o para incitar a los pueblos a desertar de los
macedonios en nombre de la antigua monarquía persa, que indudablemente, tarde
o temprano, acabaría por restaurarse. Y no cabe duda de que cuando, tras varios
años de ausencia del rey, tras los progresos cada vez más acentuados del desorden
y la usurpación, se corrió la noticia de que el ejército conducido por Alejandro
había perecido desastrosamente en el desierto de la Gedrosia, el movimiento de
rebeldía alcanzaría en todas las provincias y en todos los espíritus un grado que
amenazaría con el derrocamiento de todo lo existente.
Tales eran las condiciones con que había de enfrentarse Alejandro al regre
sar a las provincias occidentales al frente de los restos de su ejército. Todo estaba
de nuevo sobre el tapete; un solo signo de miedo o de debilidad, y el imperio se
derrumbaría, hecho añicos, sobre su fundador. Lo único que podía salvar a Ale
jandro y a su imperio eran la decisión más audaz, la más tensa fuerza de voluntad
y de acción. En aquellas condiciones, el perdón y la magnanimidád habrían sido
interpretados como una confesión de impotencia y habrían hecho perder sus
últimas esperanzas a los pueblos, que aún seguían siendo leales al rey. No había