Page 84 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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76 FIN DE ATALO
juró en Corinto la fórmula de la liga, por la que Alejandro quedó nombrado
estratega de los helenos con plenitud ilimitada de poderes.
Alejandro había conseguido lo que se proponía. Sería interesante conocer
el estado de ¿mimo que ahora imperaba en los estados helénicos en lo tocante a
su persona; lo más probable es que no fuese tan enconado ni siquiera tan hipó
crita como podría hacer creer el rabioso entusiasmo por la libertad de los ora
dores áticos o la afectada tiranofobia de los moralistas griegos de la época del
imperio romano. El reverso de esta medalla nos lo ofrece la embajada de Delio
de Efeso, el discípulo de Platón, enviado por los helenos del Asia y que fué quien
“más le apremió y entusiasmó” a la guerra contra los persas. Entre sus amigos
más íntimos figuraban dos lesbios, Erigió y Laomedón, que se habían visto obli
gados a trasladarse a Anfípolis ante las miserias de su patria, dominada por los
amigos de los persas: era un triste ejemplo de la autonomía que el gran rey
asegurara, por la paz de Antálcidas, a todas las islas situadas entre Rodas y
Tenedos; no había salvación para los helenos de aquellas tierras, díjole el emi
sario, si Alejandro no acudía a ellas y vencía. Dentro de la Gran Grecia sólo
Tebas podía lamentar la pérdida, no del todo injusta, de su autonomía; en cuanto
a Atenas, el estado de espíritu de la masa más voluble que jamás haya gober
nado, se dejaba llevar ligeramente de las últimas impresiones y las próximas
esperanzas; y el hosco retraimiento de Esparta demostraba ser más consecuente
en la debilidad que en la energía, denotaba más malhumor que auténtico orgullo.
No nos equivocaremos mucho si suponemos que la parte más inteligente del
pueblo helénico se inclinaba hacia la gran empresa nacional próxima a acome
terse y hacia el héroe juvenil que estaba empeñado en sacarla adelante; los días
que Alejandro pasó en Corinto parecen confirmar este juicio. De todas partes
acudían los artistas, los filósofos, los políticos para ver de cerca al joven rey, al
discípulo de Aristóteles; todos se apretujaban para estar cerca de él, para captar
una mirada o una palabra suya. El único que no se movió de su tonel, en una
de las plazas de los arrabales de la ciudad, fué Diógenes de Sinope. En vista de
ello, Alejandro fué a verle; le encontró tendido delante de su tonel, tomando el
sol; el rey le saludó y le preguntó si deseaba algo. “Que no me quites el sol”, fué
la respuesta del filósofo. Y, según cuentan, el rey dijo a los de su séquito, cuando
se retiraba: “Por Zeus os digo que, si no fuera Alejandro, me gustaría ser Dió
genes” . Tal vez no fuese todo ello más que una de tantas anécdotas como
circulaban acerca de aquel hombre original.
FIN DE ATALO. LOS VECINOS D EL NORTE
Al aproximarse el invierno, Alejandro regresó a Macedonia para preparar la
expedición de castigo contra los pueblos bárbaros fronterizos, que había sido
demorada hasta entonces. Ya Atalo no era ningún obstáculo; Hecataio había
unido sus tropas con las de Parmenión y, no considerándose lo suficientemente
fuertes para apresar al traidor en medio de las tropas a las que había sabido