Page 92 - Fantasmas
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FANTASMAS



         carbado  la tierra  de su  recinto  hasta convertirla  en  un  barrizal
         en  el que se apilaban montones  de mierda  seca, y allí, en  el cen-
         tro  de ese  asqueroso  paisaje marrón,  estaba Feliz, y en todas  las
         fotos aparecía erguido sobre sus  patas traseras,  con  la boca abier-
         ta, dejando ver  una  cavidad  rosa  y los ojos fijos en  las deporti-
         vas  de Art.                               y
               «Me  da pena.  Vaya sitio para vivir.»
               —Deja de pensar  con  el culo —le respondi—.  Si se  dejara
         sueltas  a criaturas  como  Feliz, el mundo  entero  sería  igual que
         ese  barrizal.  No quiere vivir en  ninguna  otra  parte.  La idea que
         tiene Feliz del paraíso es un jardín sembrado  de mierdas  y barro.
               «No  estoy  de acuerdo  en  absoluto,  me  escribió  Arthur,
         pero  el paso  del tiempo no  ha suavizado  mi opinión a este  res-
         pecto.»
               Estoy convencido  de que, por regla general, a las criaturas
         como  Feliz —me  refiero tanto  a perros  como  a personas—,  aun-
         que  viven  en  su  mayor  parte  en  libertad  en  lugar de encerra-
         dos, lo que  realmente  les gusta  es  un  mundo  lleno  de barro  y
         heces,  un  mundo  donde  ni Art ni nadie  como  él tienen  cabi-
         da, un  mundo  en  el que no  se  habla  de dios  ni de otros  mun-
         dos  más  allá de éste  y donde  la única  comunicación  son  los
         ladridos  histéricos  de perros  hambrientos y llenos  de odio.


               Una  mañana  de sábado  de mediados  de abril  mi padre
         abrió  la puerta  de mi habitación  y me  despertó  tirándome  en-
         cima  los tenis.
               —Tienes  que  estar  en  el dentista  dentro  de media  hora,
         así que  mueve  el culo.
               Fui caminando  —el  dentista  estaba  sólo  a unas  cuantas
         calles—,  y llevaba  veinte  minutos  sentado  en  la sala de espera,
         frito  del aburrimiento,  cuando  recordé  que  le había  prometi-
         do a Art que  iría a su  casa  en  cuanto  me  levantara.  La recep-
         cionista  me  dejó usar  el teléfono  para  llamarle.




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