Page 38 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
P. 38

Muchos dioses y muchas voces».

                    —Fue el 5 de noviembre de 1936 —dice, y esa es la primera vez que nos
               acostamos, la larga noche que pasamos juntos en un sórdido hotel de Moss
               Point, el típico lugar al que los pescadores llevan a sus prostitutas, el mismo
               lugar en el que ella se hospedaba cuando murió—. La empresa de conservas

               Del Mar quedó reducida a cenizas. Nadie pudo culpar a los rayos aquella vez.
                    La luz de la luna entra a través de las cortinas e imagino por un momento
               que su piel se ha vuelto iridiscente, nacarada, el reluciente abigarramiento de
               una marea negra. Extiendo una mano y toco su muslo desnudo, ella enciende

               un cigarrillo. El humo queda densamente suspendido en el aire, como niebla u
               olvido.
                    Con las yemas de mis dedos apretadas contra su piel, se pone de pie y
               camina hacia la ventana.

                    —¿Ves algo ahí fuera? —le pregunto, y ella niega muy lentamente con la
               cabeza.
                    Cierro los ojos.
                    Bajo la luz de la luna puedo distinguir las cicatrices circulares y fruncidas

               de sus omóplatos, que bajan hasta la mitad de su columna vertebral.
                    Dos  docenas,  o  más,  pero  nunca  me  he  preocupado  de  contarlas  con
               exactitud.  Algunas  no  son  más  grandes  que  una  moneda  de  diez  centavos,
               pero otras tienen al menos cinco centímetros de ancho.

                    —Cuando  yo  falte  —dice—,  cuando  no  me  quede  nada  que  hacer  por
               aquí, te harán preguntas sobre mí. ¿Qué les dirás?
                    —Depende  de  lo  que  me  pregunten  —respondo  y  después  me  río,
               pensando todavía que eso de hablar de marcharse no es más que una broma,

               así que me tumbo y observo las sombras del techo.
                    —Te preguntarán de todo —susurra—. Tarde o temprano sospecho que te
               preguntarán de todo.
                    Y lo hicieron.

                    Cierro los ojos y la veo, Jacova Angevine, la profeta lunática de Salinas,
               las perlas que fueron sus ojos, «berberechos y mejillones, vivos, ay, vivos»,
               arrodillada  en  la  arena.  El  sol  se  está  alzando  tras  ella  y  oigo  un  gentío
               acercarse por las dunas.

                    —Les diré que fuiste un buen polvo —respondo, y ella le da otra calada al
               cigarrillo y continúa con la mirada fija en la noche al otro lado de las ventanas
               del motel.
                    —Sí —dice—, sé que lo dirás.







                                                       Página 38
   33   34   35   36   37   38   39   40   41   42   43