Page 36 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Casas bajo el mar            [6]




                                                  Caitlín R. Kiernan


               Cuando cierro los ojos veo a Jacova Angevine.
                    Cierro los ojos y allí está, de pie sola al final del malecón, de pie junto a la
               sirena de niebla mientras la mar picada rompe y cubre de espuma un revoltijo

               de enormes rocas grises y redondeadas. El viento de octubre vuelve su pelo
               salvaje y permanece de espaldas a mí. Los barcos se acercan.
                    Cierro  los  ojos  y  está  de  pie  en  Moss  Landing,  junto  al  oleaje,  con  la
               mirada  fija  en  la  bahía,  sin  apartarla  del  lugar  en  el  que  la  plataforma
               continental se estrecha hacia el fondo formando una astilla y cae en el negro

               abismo del cañón de Monterey. Hay gaviotas y tiene el pelo recogido en una
               coleta.
                    Cierro  los  ojos  y  estamos  caminando  juntos  por  Cannery  Row,  en

               dirección sur hacia el acuario. Va con un vestido de cuadros y un par de Doc
               Martens  gastadas  que  deben  de  llevar  con  ella  quince  años.  Digo  algo
               intrascendente  pero  no  me  oye,  demasiado  ocupada  como  está  en  ponerle
               mala cara a los turistas, a las estériles y alegres ridiculeces del restaurante de
               la Gamba Bubba Gump y de la tienda de suvenires de la Caballa de Jack.

                    —Aquello antes era un burdel —dice, asintiendo en dirección a la Caballa
               de Jack—, el Lone Star Cafe, pero Steinbeck lo llamó la Bandera del Oso.
               Todo se quemó. Aquí ya nada es lo que solía ser.

                    Lo dice como si lo recordara y cierro los ojos.
                    Y vuelve a aparecer en televisión, en el viejo muelle de Moss Point, el día
               en el que lanzaron el ROV Tiburón II.
                    Y  está  en  el  almacén  de  la  calle  Pierce  en  Monterey;  hay  hombres  y
               mujeres  envueltos  en  túnicas  blancas  atentos  a  cada  palabra  que  dice.

               Pendientes de cada sílaba suya, de cada aliento, una multitud de ojos abiertos
               como los de un pez de las profundidades que ve la luz del sol por primera vez.
               Aturdidos, aterrorizados, extasiados, perdidos.

                    Perdidos todos ellos.
                    Cierro los ojos y veo cómo los está guiando hacia la bahía.



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