Page 39 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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La primera vez que vi a Jacova Angevine —la primera vez que la vi en
persona, quiero decir—, yo acababa de volver de Pakistán y había decidido
volar a Monterey para darme un respiro. Un amigo fotógrafo tenía un piso
allí, y como le había salido un trabajo en Tokio, supuse que podría pasar
tranquilo un par de semanas, quizá un mes entero, emborracharme y
relajarme. Mis ropas, mi equipaje, mi piel, todo en mí seguía oliendo a
Islamabad. Había pasado más de seis meses fuera, a la caza de conexiones
reales e imaginadas entre fanáticos islamistas, intermediarios europeos y el
maltrecho programa nuclear pakistaní, tratando de calibrar el daño causado
por el ambicioso Abdul Qadir Jan, el corrupto padre de la bomba pakistaní,
intentando determinar exactamente qué había vendido y a quién. Todo el
mundo sabía ya, o al menos pensaba que sabía, lo de Corea del Norte, Libia e
Irán, pero las agencias estadounidenses sospechaban que Al Qaeda y otros
grupos terroristas estaban también en su cartera de clientes, por mucho que el
general Shaukat Sultan aseverara lo contrario. Había regresado con la cabeza
repleta de apocalipsis y urdu, propaganda anti-India y poesía de los sheij, y
estaba decidido a vaciar la mente de todo menos de whisky escocés y de olor a
mar.
Hacía una tarde de miércoles radiante, un día de noviembre más templado
de lo habitual en el condado de Monterey, y decidí salir a tomar el aire. Me
duché por primera vez en una semana y tomé un almuerzo tardío en el
Sardine Factory de la calle Wave (cangrejo con remoulade, ostras frescas con
salsa de rábano picante y lenguados con una aderezo de limón cargado de
tomillo), después decidí visitar el acuario y bajar la comida caminando. De
chaval, en Brooklyn, pasaba mucho tiempo en el acuario de Coney Island y,
tres décadas más tarde, había pocas cosas que me relajaran tan rápida y
completamente cuando estaba sobrio. Cargué la cuenta en mi MasterCard y
cogí la calle Wave en dirección sur y luego este hacia Prescott, a continuación
volví por Cannery Row, dejando la resplandeciente bahía a mi derecha, el
cielo otoñal azul celeste desplegado en lo alto como óleo sobre lienzo.
Cierro los ojos y aquella tarde no sucedió hace tres años, no es el maldito
diario de viaje que estoy escribiendo. Cierro los ojos y está ocurriendo ahora
mismo, por primera vez, y allí está ella, sentada sola en un banco alargado
frente a la exposición de laminariales, su fino rostro vuelto hacia el alto y
ondulante dosel arbóreo detrás del cristal, la mancha de peces y sombras de
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