Page 32 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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«Libre», dice el shoggoth con tristeza. Como todos los de su especie, es

               inmortal.
                    Y lo recuerda todo.
                    Harding siente un hormigueo en la punta de los dedos. Recuerda bultos de
               duro queloide negro en la espalda de su abuelo, y las heridas abiertas como

               agallas de los grilletes en sus muñecas. Harding cubre con la mano el vial
               luminoso, como si así pudiese detener el hormigueo, pero no hace más que
               empeorar.
                    Quizá el nódulo sea radiactivo.

                    «Devuélveme a donde me has encontrado», ordena Harding. El shoggoth
               sale  a  la  superficie,  emerge  como  una  enorme  ola  ondulante  y  separa  las
               aguas  como  lo  haría  la  proa  de  un  barco.  Harding  alcanza  a  distinguir  las
               luces  del  puerto  de  Passamaquoddy.  La  fría  sensación  pegajosa  de  la  tela

               empapada en gelatina resbalándole por la piel le hace estar seguro de que no
               está soñando.
                    ¿Había acudido él hasta allí, recorriendo las calles del pueblo a oscuras,
               descalzo  sobre  la  escarcha,  caminando  en  sueños,  insensible  al  frío?  ¿Lo

               había llamado el shoggoth?
                    «Déjame en tierra».
                    El  shoggoth  se  muestra  reacio  a  dejarlo  marchar.  Se  aferra  a  él  como
               acariciándolo, pegajoso. Harding siente su ternura cuando el animal le extrae

               el coloide de los pulmones. Es una horrible sensación de afecto.
                    El shoggoth deposita suavemente a Harding sobre el embarcadero.
                    «Tu orden», dice el shoggoth. Harding siente aún más náuseas.
                    «No  pienso  hacerlo».  Harding  hace  ademán  de  guardar  el  vial  en  el

               bolsillo empapado del pijama, pero se da cuenta de que no tiene bolsillos. La
               luz se le escapa entre los dedos. Introduce el vial entre la cintura y el pantalón
               y lo tapa con la camisa del pijama. Tiene los pies entumecidos y los dientes le
               castañetean con tanta fuerza que teme rompérselos. El viento que sopla desde

               el mar corta como un cuchillo y las salpicaduras le pinchan como agujas de
               cristal roto.
                    «Vete», le dice al shoggoth como quien ahuyenta al ganado. «¡Vete!».
                    La  criatura  regresa  arrastrándose  hasta  el  mar,  como  si  nunca  hubiese

               estado allí.
                    Harding parpadea repetidamente y se frota los ojos para limpiarse la baba
               de las pestañas. Sus resultados son asombrosos. Ya tiene el puesto asegurado.
               Debe de haber algún modo de utilizar todo lo que ha averiguado sin necesidad

               de devolver a los shoggoths a la esclavitud.




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