Page 30 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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El golpe es suave, como si alguien lo hubiese envuelto con un edredón. Se

               revuelve, aunque sabe que es inútil; es una reacción atávica e involuntaria.
                    Su carne debería estar quemándose y disolviéndose. El cuerpo ácido del
               monstruo ya debería estar digiriéndolo. Sin embargo, nota frescor y se siente
               flotar.  No  hay  rastro  de  luz  al  otro  lado  de  sus  párpados,  deliberadamente

               cerrados. Tampoco siente presión alguna, aunque supone que está ya en lo
               más  profundo.  Está  intacto,  como  las  trampas  para  langostas  de  las  que
               hablaba Burt.
                    Pero  no  podrá  mantener  la  respiración  durante  mucho  tiempo.  Son  sus

               propios reflejos y sus flaquezas los que acabarán por matarlo.
                    Dentro de unos segundos. Ahora.
                    Se rinde y deja que se le llenen los pulmones.
                    Y se lleva una sorpresa, ya que siempre había oído decir que la muerte por

               ahogamiento  era  dolorosa.  Siente  presión,  y  frío,  y  al  intentar  respirar  le
               cuesta mucho trabajo, sin duda…
                    … pero no le duele, no mucho, y tampoco muere.
                    «Ordena», le dice el shoggoth —¿quién si no podría estar hablándole?—

               al oído, zumbando como la voz colectiva de una colmena.
                    Harding se concentra en respirar. Y en la presión fría que siente en las
               extremidades, y en el abrumador sabor a regaliz. Sabe que en los manicomios
               utilizan compresas frías para tranquilizar a los histéricos; siempre pensó que

               aquel tratamiento era puro curanderismo. Sin embargo, ahora la presión fría
               hace que se tranquilice.
                    «Ordena», repite el shoggoth.
                    Harding  separa  los  párpados  y  ve  como  a  través  de  miles  de  ojos.  Los

               shoggoths carecen de ojos propiamente dichos, pero su piel es toda ojos; no
               sabe  cómo,  pero  ven  al  mismo  tiempo  en  todas  direcciones.  Harding  está
               viendo no solo aquello de lo que le informa su vista, ni tampoco la de aquel
               shoggoth  en  concreto,  sino  la  de  todos  los  shoggoths.  Los  sésiles  y  los

               activos, los florecidos y los aletargados. «Todos son uno».
                    Su mano derecha se abre paso a través de la resistente gelatina. Aún lleva
               puesto el pijama y, según la lógica de los sueños, dentro del puño cerrado
               lleva el vial que estaba bajo su almohada. Por desgracia, no puede decir lo

               mismo  de  la  pistola,  aunque  no  está  muy  seguro  de  qué  haría  con  ella  si
               estuviese en su poder. El nódulo resplandece como un fuego fatuo submarino
               y su luz se le cuela entre los dedos y le ilumina la palma de la mano.
                    Lo  que  ve  —con  ojos  de  shoggoth—  es  un  tapiz  incomprensible.  Lo

               empuja, igual que empuja la gelatina, para intentar ver solo con sus propios




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