Page 85 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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excavaban surcos en el musgo y la superficie hasta dejar al descubierto la roca

               subyacente. Había secciones de tierra y vegetación completamente desnudas
               en las que se exponían placas de piedra resbaladiza, veteadas de rojo a causa
               del álcali y la arcilla sanguinolenta del suelo. Los árboles eran tan inmensos,
               tan hermética la celosía de sus ramas, que la ya exigua claridad se redujo a la

               penumbra de una cripta cerrada. El frío dotaba de corporeidad a las vaharadas
               de aliento.
                    La trocha se desvió abruptamente hacia el interior de la ladera y, al cabo,
               tras atravesar una gruesa pantalla de árboles jóvenes y garrotes del diablo, se

               niveló hasta desembocar en un humedal despejado. En él se erguían varios
               peñascos enterrados en el musgo y el barro que revestían los troncos de tres
               álamos  achaparrados.  Contra  todo  pronóstico,  se  distinguían  vestigios  de
               civilización esparcidos aquí y allá, sin orden ni concierto: hornillos oxidados

               y  latas  vacías,  barriles  de  madera  podridos  y  tablas  desbastadas,  antiguos
               fragmentos  de  vidrio  y  clavos  torcidos.  El  emplazamiento  de  una  casa  en
               ruinas, tal vez, devorada por la tierra hacía tiempo, o quizá un vertedero. Los
               demás  se  reunieron  al  filo  de  la  hondonada  más  próxima  al  precipicio  del

               valle. En algún lugar, a sus pies, retumbaban las aguas de un rápido.
                    Horn yacía tendido de espaldas, con las botas apoyadas en el cuerpo del
               venado abatido. Ma y Calhoun habían desaparecido sin dejar ni rastro. Miller
               se quedó unos instantes contemplando la escena hasta que, al cabo, se colgó el

               rifle del hombro y bebió un sorbo de agua de la cantimplora.
                    —¿Se  ha  hecho  daño?  —preguntó,  señalando  a  Horn  con  el  pulgar.  El
               gorro de piel de mapache del muchacho había salido volando y su cabellera
               grasienta era un nido de ramitas y hojas. Sobre uno de sus ojos descollaba una

               contusión entre negra y amoratada.
                    —Nah, no se ha hecho daño —respondió Stevens—. ¿A que no, chaval?
               Está bien. Se le ha cortado el aliento, eso es todo. Tropezó con una puñetera
               raíz y se dio un golpe en la cabeza. Estará como una rosa en un periquete. ¿A

               que sí, chaval?
                    Horn emitió un gemido y se tapó los ojos con el brazo.
                    —Está asustado —escupió Bane. El avezado leñador empuñaba el rifle en
               una mano y un tomahawk en la otra. Se le habían puesto blancos los nudillos.

               Sus ojos no dejaban de saltar de un lado a otro.
                    —¿Asustado de qué? —preguntó Miller mientras escudriñaba la zona. Le
               daba  mala  espina  aquel  lugar  cargado  de  humedad,  tachonado  de  álamos
               deformes y sembrado de desperdicios. Tampoco le hacía gracia el hecho de

               que Calhoun y Ma no dieran señales de vida.




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