Page 87 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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El muchacho titubeó.

                    —No me hizo gracia el tono de quienquiera que estuviese hablando con
               Cal y Ma. Ni pizca. Parecía perverso.
                    —¿Y eso qué narices quiere decir? —preguntó Stevens.
                    Horn se encogió de hombros y volvió a ponerse el gorro.

                    —¡Me cago en todos los diablos! —escupió Bane.
                    —¿Cuánto hace? —quiso saber Miller, recordando las ocasiones en que
               había debido ocultarse en las trincheras, sondeando las tinieblas con la mirada
               en busca del menor indicio del enemigo que gateaba hacia su posición. La

               violencia,  al  igual  que  a  tantos  otros  antes  que  a  él,  le  había  enseñado  a
               ventear  la  inminencia  del  peligro.  En  aquellos  instantes  el  olor  era
               inconfundible.
                    —Hará como media hora o así, me parece. Perdí el conocimiento. Volví

               en mí al oír los disparos.
                    Antes de que el muchacho terminara de hablar, Bane y Ruark se dirigieron
               discretamente al filo del calvero, en busca de indicios. Cuando Ruark silbó,
               todos salvo Horn se acercaron corriendo. Había encontrado una vereda repleta

               de  huellas  justo  detrás  de  un  tronco  podrido.  Sus  desaparecidos  camaradas
               habían pasado por allí, así como al menos otras dos personas. Bane masculló
               una maldición, cortó un pedazo de tabaco de mascar y se lo metió en la boca.
               Maldijo  una  vez  más  y  escupió  un  salivazo.  Tras  unos  momentos  de

               deliberación los cuatro acordaron actuar con cautela, so pena de que pudiera
               haber  algún  problema  esperándolos.  Miller  ayudaría  a  Horn  a  regresar  al
               campamento mientras los demás iban a buscar a Calhoun y Ma. Horn se puso
               en pie y fue a reunirse con ellos, tambaleándose visiblemente aún a causa de

               la conmoción.
                    —Y una mierda. Ma es de los míos. Os acompaño.
                    —Vale —respondió Stevens—. Moses, ve tú delante. —Dicho lo cual, los
               hombres  comenzaron  a  recorrer  la  vereda  en  fila  de  a  uno.  Avanzaban  a

               mucho mejor ritmo que antes, habida cuenta de que el sendero que discurría a
               escasos metros de la sierra y las montañas, pese a ser empinado, se mostraba
               mucho menos abrupto que sus predecesores.
                    Transcurridos diez minutos llegaron a una bifurcación al pie de un cedro

               rojo sin vida. A fin de abarcar su tronco habrían hecho falta cuatro o cinco
               hombres cogidos de la mano. Se había partido a unos veinticinco metros del
               suelo.  Una  de  las  desviaciones  del  camino  se  prolongaba  en  paralelo  a  la
               sierra;  la  otra  descendía  hacia  el  valle,  encelado  aún  por  el  bosque  en  su

               mayor  parte.  Las  pisadas  continuaban  en  ambas  direcciones,  pero  Bane  y




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