Page 92 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Esperábamos que a lo mejor ustedes los hubieran visto. —Le temblaba la voz,

               y tanto él como Bane seguían lanzando miradas de preocupación por encima
               del  hombro.  Miller,  por  su  parte,  llevaba  los  últimos  minutos  intentando
               convencerse  de  que  lo  que  había  visto  en  el  árbol  muerto  debía  de  ser  un
               mapache o un puercoespín. O un oso negro, quizá, aletargado.

                    Escudriñó  los  alrededores  a  fin  de  distraerse  y  refrenar  su  imaginación
               desbocada. Las casas estaban hechas de rocas pulidas y piedra de mortero, y
               las  diminutas  ventanas  carecían  de  cristal  en  su  mayoría,  protegidas  de  los
               elementos  mediante  recios  cortinajes  y  postigos.  Los  caminos  de  tierra  se

               veían repletos de surcos y endurecidos como el hierro por el paso del tiempo.
               La ladera se elevaba abruptamente entre los árboles y la maleza, si bien su
               cara se componía sobre todo de roca. Bajo un saliente se abría la boca de una
               cueva.  Si  bien  al  principio  pensó  que  posiblemente  algún  industrialista

               excéntrico debía de haber creado aquella réplica de una población medieval y
               trasplantado allí a sus habitantes, cuanto más se fijaba, más parecía embeberse
               de su atmósfera y comprendía que esto era algo mucho más inusitado.
                    La matrona no pudo por menos de reparar en la tensión que atenazaba a

               los leñadores y dijo:
                    —Caballeros, no tienen nada que temer. Estén ustedes tranquilos.
                    —No  es  miedo  lo  que  tenemos,  señora  —repuso  Miller  con  aspereza,
               enervado e irritado por aquella mujer de extraño acento y anticuados modales,

               por  el  modo  en  que  ladeaba  la  cabeza  como  una  muñeca  animada.  Por  el
               modo en que el negro se imponía al blanco de sus ojos—, sino muchísima
               prisa.
                    —Los  hombres  no  tardarán  en  volver  de  la  reunión,  y  podrán  ustedes

               parlamentar con ellos. Hasta entonces, por favor, sírvanse reponer fuerzas. —
               La matrona hizo un ademán en dirección a unos bancos que había junto a la
               estatua  de  una  figura  embozada  en  una  túnica,  con  dos  niños  de  sexo
               igualmente  indeterminado  acuclillados  a  sus  pies.  Las  inclemencias  del

               tiempo y un verde mohoso desfiguraban la escultura, que extendía una mano
               grotescamente alargada ante sí como si pretendiera apartar una cortina tras la
               cual se ocultara algún tipo de siniestro misterio. Los cuellos de los pequeños
               se veían doblados con crueldad, distendidas sus lenguas, gibosas y expuestas

               sus espaldas, como martirizadas por el cuchillo de un carnicero. La otra mano
               de la mayor de las figuras colgaba hasta acariciar sus cabezas agachadas—.
               Niñas, id a buscar pastel y limonada para nuestros huéspedes.
                    Las  dos  mujeres  más  jóvenes  desaparecieron  en  el  interior  de  la  casa

               comunal, como antes hiciera la que había sonreído a Miller, conduciéndose




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