Page 95 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Miller propinó una patada a la puerta.

                    —Recia como un tocón —dijo.
                    Ruark escupió y descolgó el hacha, seguido de Bane instantes después.
               Hombro  con  hombro,  la  pareja  atacó  la  puerta  hasta  que,  al  cabo  de  unos
               cuantos golpes, esta se hundió hacia dentro. Los hombres entraron en tropel

               en la casa, parpadeando frente a la penumbra cargada de humo. Las ventanas
               como  resquicios  y  el  fuego  que  chisporroteaba  en  el  hogar  constituían  las
               únicas  fuentes  de  luz.  La  oscuridad  reducía  a  manchas  difusas  la  mesa
               alargada, el poyete y los barriles amontonados de tres en tres aquí y allá. El

               techo  abovedado  se  elevaba  hasta  los  cuatro  metros  y  medio,
               aproximadamente,  reforzado  por  una  inmensa  viga  central  y  una  serie  de
               fustes diagonales que tocaban la pared más o menos a la altura de la barbilla.
               Ganchos  para  la  carne,  cazos  y  sartenes,  rollos  de  cuerda,  jamón  curado  y

               ristras de embutidos se mecían y susurraban a cada suave exhalación de la
               chimenea.
                    De las mujeres no había ni rastro, pero Ma estaba presente.
                    A Miller estuvo a punto de escapársele un grito cuando vio lo que había

               sido  del  galés,  y  el  alarido  que  profirió  Stevens  le  podría  haber  roto  los
               tímpanos a cualquiera. Miller no se lo tuvo en cuenta. Ma estaba sentado al
               estilo  indio,  desnudo  en  el  centro  de  la  estancia,  espesa  como  el  pudin  la
               sangre alrededor de sus piernas, en su regazo. De su vientre, abierto en canal,

               surgía  un  tembloroso  cordel  de  entrañas  moradas  que  se  alzaba  a  varios
               metros  de  altura  sobre  su  cabeza,  enhebrado  en  una  enorme  argolla
               suspendida de una cadena. Los intestinos descendían de nuevo, como el cable
               de una polea, y se envolvían alrededor de un torniquete de madera. Este se

               había accionado repetidamente, y su cruenta madeja supuraba y goteaba. La
               mayoría del resto de las tripas de Ma se desparramaba sobre sus muslos o
               flotaba  en  el  engrudo  sanguinolento.  Regueros  de  saliva  corrían  por  su
               mandíbula desencajada. Con los ojos vidriosos, inclinó la cabeza en dirección

               a sus camaradas en un gesto no muy distinto de lo que en él era habitual.
                    —¡Ay, Dios, Ma! —exclamó Stevens—. ¿Qué te han hecho, muchacho?
                    Horn asomó la cabeza para ver a qué se debía la conmoción y chilló como
               alma que lleva el diablo, de modo que Ruark le atizó un sombrerazo y tiró de

               él para sacarlo de nuevo a la calle. En ese preciso momento la matrona se
               materializó  como  un  fantasma  en  la  penumbra  del  rincón  y  hundió  una
               cuchilla de carnicero en el hombro de Bane, que gritó y descargó la culata del
               Rigby contra su barbilla, derribándola.







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