Page 94 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Miller y Bane formaron pareja para registrar las cabañas del sur; Stevens,

               Horn  y  Ruark  se  dirigieron  al  norte.  Fue  rápido.  Miller  asumió  el  mando,
               derribando las puertas y registrando sucintamente los interiores. Dentro, las
               mujeres aguardaban en calma, sin dirigir ni una sola palabra a los intrusos; y,
               efectivamente,  muchas  de  ellas  estaban  encintas.  Todos  los  hogares  eran

               pequeños y lóbregos, pero no había muchos sitios en los que esconderse. La
               mayoría de las casas se veían limpias y ordenadas, sin nada que llamara la
               atención  de  forma  evidente.  El  mobiliario  era  sencillo,  aunque  arcaico.
               Candiles y velas, chimeneas que cumplían la doble función de hornos. Una

               exigua  selección  de  libros  en  estanterías  de  tosca  manufactura.  Este  último
               detalle se le antojó extraño.
                    —Ni una sola Biblia —dijo, dirigiéndose a Bane—. ¿Alguna vez has visto
               tantas casas juntas sin una o dos copias del santo libro desperdigadas por ahí?

               —Bane se encogió de hombros y reconoció que tampoco él había sido testigo
               jamás de semejante fenómeno.
                    Los dos equipos terminaron en cuestión de minutos y se reagruparon en la
               plaza.  Todos  sudaban  a  causa  del  esfuerzo  de  correr  pendiente  arriba  para

               registrar la media docena de casas que allí se levantaban. Miller mencionó la
               ausencia de escrituras sagradas, a lo que Stevens repuso:
                    —Pues  sí,  de  lo  más  raro.  ¿Y  dónde  están  los  niños?  ¿Habéis  visto
               alguno?

                    —¡Diablos! —masculló Horn—. Esto debería estar infestado de mocosos,
               persiguiendo a los pollos y armando barullo. Aquí hay gato encerrado, por
               mis muertos.
                    —A lo mejor están en la casona —aventuró Ruark—. O en la torre esa.

                    —Bueno, habrá que mirar en la casa —dijo Miller, aunque la idea no le
               hacía  ilusión.  Mas  la  perspectiva  de  registrar  la  torre  era  todavía  peor;  la
               estructura  se  curvaba  sin  elegancia,  distorsionados  sus  ángulos,  y  tan  solo
               mirarla hacía que le diera vueltas la cabeza y se le revolviera el estómago. La

               torre no, si podía evitarlo.
                    —A ver, chicos —injirió Horn, con expresión afligida—, parad el carro.
               Esas mujeres no pueden tener encerrados a Cal y a Ma. No, señor, de ninguna
               manera. Como irrumpamos ahí y nos peguen un tiro, habrá quienes digan que

               nos estuvo bien empleado, y con razón.
                    —Ya, bueno —dijo Stevens—. Tú puedes quedarte aquí fuera y montar
               guardia, si tanto te asustan las doñas. Sus maridos se nos echarán encima de
               un momento a otro. Quién sabe cuántos habrá.

                    —De sobra, puedes apostar lo que quieras —replicó Bane.




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