Page 99 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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sesos, y el hombre se desplomó de bruces con las piernas presas de
incontenibles temblores. El rifle de Stevens atronó una vez, dos; con una
blasfemia, desenfundó el cuchillo y cerró filas con sus compañeros. Miller se
había quedado sin munición. Cogió una mano amputada a la altura del
antebrazo y la arrojó contra el hombro de uno de sus agresores antes de
tumbarlo embistiéndolo con el hombro y castigarlo metódicamente con la
culata del rifle hasta matarlo. El sudor, el sebo y las gotas de sangre que
surcaban el aire lo habían dejado empapado. Las fuerzas amenazaban con
abandonar sus brazos, que apenas si podía levantar al final. Una ráfaga de aire
caliente, procedente de las casas incendiadas, le abrasó las mejillas y prendió
fuego a las puntas de su cabello. El olor a carne asada era insoportable.
Los aldeanos supervivientes pusieron pies en polvorosa y se desbandaron
entre las llamas y la negra humareda. Bane, bramando y carcajeándose aún
como un loco, lanzó por los aires un tomahawk que fue a hundirse en la
espalda de uno de los fugitivos. El hombre chilló y se tambaleó.
—¡Corred, perros de mierda! —exclamó Bane, cloqueando de júbilo.
—¡Llegan los refuerzos! —Stevens y Ruark sujetaron a Horn por las
axilas y tiraron de él hasta dejarlo de pie. El muchacho emitió un jadeo y se
desmayó.
Cerca del pórtico se oían estampidos de rifle. Una bala de mosquete
levantó un surtidor de tierra junto al pie de Miller.
—¡Chicos, seguidme! —Encabezó la carga monte arriba hasta entrar en la
cueva siguiendo un tortuoso sendero iluminado por la infernal conflagración.
Asaltar la torre quedaba descartado: abrigaba la sospecha de que no tardaría
en arder hasta los cimientos. En cualquier caso, quienes estuvieran atrapados
en su interior se verían obligados a salir a causa del humo o se cocerían vivos.
La boca de la cueva daba a una zona de techo bajo con el suelo de arena y
promontorios naturales que ofrecían un buen parapeto. Los hombres no
perdieron tiempo en llenar las recámaras vacías y partieron varias tablas para
bloquear la entrada con una barricada improvisada. Una vez concluidas las
apresuradas fortificaciones, Stevens compartió el resto de su botella con los
demás y dijo:
—Estamos hasta el cuello. Nos hemos cargado a unos cuantos, pero conté
veinte, quizá más. Seguro que están cabreados como avispones después de lo
que les hemos hecho.
—Dinos algo que no sepamos, chaval —replicó Bane. Su voz sonaba
pastosa, entre la pérdida de sangre y los tragos de aguardiente de más para
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