Page 98 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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—¡Es una emboscada! —aulló Bane mientras una docena de hombres o

               más,  vestidos  con  abrigos  y  sombreros  de  copa,  surgía  de  detrás  de  los
               cobertizos,  las  cabañas  y  las  balas  de  heno,  se  diría  que  de  todas  partes.
               Horcas, machetes y cuchillos, relucientes y rutilantes sus filos; un par de ellos
               iban  armados  con  trabucos,  más  aparatosos  y  antiguos  incluso  que  el  de

               Ruark, que de inmediato restallaron y escupieron sendas lenguas de fuego. El
               aire  se  llenó  de  acres  penachos  de  humo  blanco  que  serpenteaban  y  se
               enroscaban sobre sí mismos.
                    A tres metros de distancia, Bane disparó los dos cañones del Rigby con un

               estampido atronador que sonó como si el mismísimo arcángel Miguel acabara
               de bajar de los cielos para abatir a los enemigos de Dios. El fogonazo iluminó
               el  patio  de  la  torre  como  la  explosión  de  un  cohete.  Uno  de  los  aldeanos
               terminó  partido  en  dos  y  una  sección  de  la  pared  de  la  cabaña  que  se

               levantaba  a  su  espalda  se  derrumbó,  como  pisoteada  por  un  elefante.  La
               descarga cerrada de los demás leñadores produjo un mortífero espectáculo de
               fuegos artificiales.
                    Con la visión nocturna impedida por la alternancia de destellos y sombras,

               Miller se esforzó por encontrar un objetivo. Desistió de apuntar y se limitó a
               vaciar  el  Enfield  tan  deprisa  como  era  capaz  de  accionar  la  palanca.  La
               mayoría de las balas repicaron en la piedra o trazaron surcos en la tierra. Sin
               embargo,  alcanzó  a  un  bruto  barbudo  entre  las  cejas  cuando  el  hombre

               cargaba  con  un  machete  en  alto  y  perforó  la  espalda  de  otro  que  se  había
               quedado petrificado, como si no supiera muy bien cómo unirse a la refriega.
                    La  cabaña  acribillada  por  el  arma  de  Bane  se  incendió.  Las  llamas
               brincaban buscando el cielo. Los cristales tintineaban al fracturarse. El fuego

               se propagó a otra de las viviendas, y a otra, y en menos de treinta segundos
               los combatientes luchaban iluminados por el resplandor carmesí de uno de los
               círculos del infierno. Ruark decapitó a uno de los aldeanos de un hachazo. La
               cabeza pasó volando junto a Miller antes de caer en la conflagración. Bane

               reía y se desgañitaba con la barba perlada de sangre. Aplastó el rostro de un
               hombre contra una viga en llamas y lo inmovilizó hasta que la piel comenzó a
               crepitar  y  sisear.  Horn  soltó  el  rifle  y  giró  sobre  los  talones,  dispuesto  a
               escapar corriendo. Un anciano tocado con una chistera lo derribó al suelo y lo

               ensartó  en  su  horca,  que  penetró  con  un  estampido  carnoso  y  un  tintineo
               cuando sus dientes mordieron la tierra. Horn agarró el mango, debatiéndose
               por su vida, y el hombre gruñó, le plantó una bota en la entrepierna y, tras
               liberar  el  apero,  lo  levantó  con  la  intención  de  volver  a  clavárselo.  En  ese

               momento el hacha de Ruark impactó en la nuca del aldeano, esparciendo sus




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