Page 93 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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con la grácil gravidez de quienes pronto van a ser madres.

                    Miller se preguntó si estarían todas embarazadas y deseó haberse fijado
               mejor. Parecía importante.
                    —¿Cómo  han  levantado  esta  aldea?  —le  preguntó  a  la  matrona—.  No
               figura en los mapas.

                    —¿No? —dijo la mujer, y por un instante su sonrisa se tornó tan taimada
               como cualquier depredador de los bosques—. Nuestro pueblo es muy antiguo.
               Lo trajeron consigo nuestros fundadores, cuando sir Raleigh todavía servía a
               los intereses de la reina. Se trata de un lugar de culto, de comunión, alejado de

               las perversas civilizaciones del hombre. Las noches son largas en este valle.
               Los días son grises. Es perfecto.
                    Stevens retorció el sombrero y se revolvió inquieto en el sitio.
                    —Si  no  le  importa,  señora,  convendría  que  encontrásemos  a  nuestros

               amigos y pudiéramos reanudar la marcha antes de la puesta de sol. ¿Tendría
               la bondad de mostrarnos el camino? Las huellas indican que pasaron por aquí.
                    —Seguro que los ha visto. —Miller decidió que lo que le molestaba de la
               forma  de  hablar  de  aquella  mujer  era  su  voz,  ronca  y  de  cadencia

               desacompasada, sincopada su entonación por no estar acostumbrada a hablar.
               Por llevar mucho tiempo sin hacerlo.
                    —Sí, ya lo creo que los ha visto —injirió Bane, cuyos labios formaban
               una  línea  inflexible—.  Seguro  que  alguna  de  estas  fulanas  los  atrajo  hasta

               aquí.
                    Aunque  sus  manos  sufrieron  un  estremecimiento,  la  matrona  continuó
               sonriendo.
                    —Nuestros maridos llegarán pronto a casa. Quizá ellos hayan visto a sus

               compañeros. —Se giró y entró en la casa comunal. Tras cerrarse la puerta se
               oyó el inconfundible topetazo de una barra al encajar en su sitio.
                    Bane  sacudió  la  cabeza  y  escupió.  Abrió  el  Rigby,  comprobó  que
               estuviera cargado y volvió a cerrar la recámara con un chasquido.

                    —Bueno —dijo Stevens—, esto me da mala espina.
                    —¿Qué vamos a hacer? —Horn hizo ademán de quitarse la mochila, pero
               Ruark frunció el ceño y le ordenó que se estuviera quieto.
                    —Encontrar a Cal y Ma. Eso es lo que vamos a hacer. Y no descuelgues

               la puñetera mochila. Si tenemos que salir por piernas, ¿qué quieres? ¿Que el
               río baje lleno de mierda y te pille sin tan siquiera una pala? —Stevens se caló
               el  sombrero—.  Meteremos  la  nariz  hasta  en  la  última  casa.  Tiraremos  las
               puertas a patadas si hace falta. Daos prisa. Al día ya se le está acabando la

               mecha.




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