Page 88 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Ruark  tenían  la  certeza  de  que  sus  amigos  se  habían  adentrado  en  el

               desfiladero. Bane husmeó el aire e hizo un gesto hacia abajo.
                    —Humo de leña.
                    —Sin la menor duda —corroboró Miller, que acababa de percibir a su vez
               la acre insinuación en el aire. Habían avanzado apenas unos cuantos pasos

               cuando  volvió  la  vista  atrás,  por  casualidad,  y  se  detuvo  con  un  siseo  de
               advertencia para sus compañeros.
                    —¿Qué pasa? —preguntó Stevens.
                    —Ese árbol. —Miller apuntó con el dedo a una marca de quemadura que

               señalaba la cara que miraba ladera abajo del gran cedro muerto: una estilizada
               sortija, truncada en el lateral izquierdo. El símbolo, que medía algo más de un
               metro  de  diámetro,  se  incrustaba  al  menos  siete  centímetros  en  el  tronco.
               Alguien lo había embadurnado con un tinte viscoso y rojizo ya descolorido,

               absorbido en gran parte por la madera. Presentaba un aspecto petrificado por
               la edad. Algún tipo de característica inherente al anillo hizo que a Miller se le
               pusiera la piel de gallina. La luz pareció atenuarse, estrecharse el cerco del
               bosque a su alrededor.

                    Todos enmudecieron. Stevens sacó un catalejo de pequeñas dimensiones y
               oteó la zona. Mascullando entre dientes, le lanzó el instrumento a Bane, que
               miró a su alrededor antes de pasárselo a Ruark. Este, por último, profirió una
               maldición y le devolvió el catalejo a Stevens, quien a su vez se lo entregó a

               Miller mientras decía:
                    —Distingo  tres  más…  ahí,  ahí  y  ahí.  —Tenía  razón.  Miller  divisó  los
               otros árboles, diseminados por la ladera. Todos ellos inmensos e inertes, todos
               ellos marcados con el extraño glifo.

                    —He visto antes esa señal —declaró Bane, con un susurro reverencial.
                    —El libro aquel —dijo Miller, a lo que Bane respondió con un gruñido.
               Miller le pidió la jarra a Stevens, agarró el asa con el meñique, al estilo de las
               montañas,  y  bebió  el  whisky  con  avidez,  hasta  que  una  constelación  de

               estrellas negras le cuajó la vista. Jadeó a continuación, sin aliento, y se sirvió
               pegar otro trago, ya más moderado.
                    —Jesús —dijo Stevens cuando recuperó por fin el licor. Sacudió la jarra
               entre  triste  y  maravillado,  como  si  le  costara  entender  cómo  podía  haberle

               pasado algo así a su género.
                    —Esto no me gusta ni un pelo. —Horn, pálido como la harina, se acarició
               el huevo de oca que le adornaba la frente.
                    —Estoy con el cachorro —escupió Bane. Ruark mostró su solidaridad con

               un gruñido. También él regó la maleza con un salivazo de Virginia Pride.




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