Page 101 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Evaluaron también la gravedad de sus heridas: sin medicamentos, el tajo que

               presentaba Bane en el hombro terminaría por costarle la vida. Ruark había
               recibido un impacto en el vientre; el orificio era aproximadamente del tamaño
               de  una  habichuela,  y  cuando  cogía  aliento  se  encharcaba  y  borbotaba  con
               tintes violáceos. El balín de pólvora negra aún estaba alojado dentro, aunque

               el veterano leñador se limitó a encogerse de hombros, escupió y aseguró estar
               fresco como una lechuga. Stevens reveló varios pinchazos de feo aspecto en
               el muslo y las costillas, además de un cruel corte en el pecho. Miller era el
               único que había escapado ileso de la escabechina.

                    —¿Cómo?  ¿Que  de  toda  la  sangre  que  te  cubre  no  es  tuya  ni  una  sola
               gota? ¡Pero qué suerte, cabrón, ni un rasguño! —Stevens echó la cabeza hacia
               atrás  y  se  rio  mientras  Ruark  le  envolvía  el  torso  con  jirones  de  tela  para
               contener la hemorragia.

                    Miller  no  dijo  nada.  Nunca  había  sufrido  más  que  unas  cuantas
               contusiones y morados, el corte ocasional de un enjambre de metralla perdida,
               durante la guerra; el apocalipsis de la batalla de Belleau Wood había sido para
               él, literalmente, un paseo.

                    Stevens confeccionó una especie de farol transportable untando una taza
               de latón con grasa de oso y encendió una tira de tela a modo de mecha. Ruark
               y  él  sugirieron  explorar  el  túnel  y  cerciorarse  de  que  nadie  intentara
               acercárseles por la espalda. Eso dejó a Miller a solas con el muchacho, que

               estaba inconsciente y deliraba, y con Bane, quien parecía tener un pie en la
               tumba a su vez.
                    La espera resultó ser breve, no obstante. Stevens y Ruark reaparecieron
               con los ojos desorbitados, como caballos asustados por el fuego. Ruark dejó

               más  madera  y  rocas  de  pequeño  tamaño  en  la  entrada  del  túnel.  Stevens
               informó de que las grutas se extendían, interminables, y se bifurcaban cada
               pocos  pasos.  A  su  juicio,  el  condenado  idiota  que  se  aventurara  en  aquel
               laberinto se pasaría la eternidad errando sin rumbo.

                    Tras conferenciar durante largo rato, en susurros, los hombres acordaron
               aguardar  hasta  que  amaneciera  antes  de  intentar  llegar  hasta  Slango.
               Resultaba imposible saber cuándo se dignaría McGrath enviar a alguien en su
               busca, si es que llegaba a ocurrírsele siquiera semejante idea, por lo que lo

               más prudente sería asumir que estaban abandonados a su suerte. Dispusieron
               turnos de guardia, del primero de los cuales se encargó Ruark, tras asegurar
               este  que  de  todos  modos  no  sería  capaz  de  conciliar  el  sueño.  Apagó  el
               quinqué y el farol portátil, y se dispusieron a esperar.

                    —¿Para qué querría Rumpelstiltskin un crío? —preguntó Stevens.




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