Page 106 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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Me di cuenta de que a Ruark le gustaba. Tenía miedo, sí, pero supongo que se

               sentía atraído, por así decirlo.
                    —Bueno  —dijo  Miller,  al  cabo—.  Entiendo  que  no  quisieras  hablar  de
               ello.
                    —Ya. Ojalá los viejos se hubieran quedado aquí. Entre sus armas y las

               nuestras tal vez hubiéramos conseguido abrirnos paso a balazos.
                    Miller no opinaba lo mismo.
                    —Es posible. Intenta dormir un poco. El sol saldrá dentro de un par de
               horas.

                    Stevens se dio la vuelta, se tapó la cara con el sombrero y no se volvió a
               mover. Miller se quedó viendo cómo se apagaban las estrellas.



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               Tras abandonar la cueva, al amanecer, bajaron de la montaña para visitar las
               ruinas del poblado. La brisa agitaba las cenizas. La torre seguía estando en
               pie, aunque abrasada y ennegrecida. La puerta de doble hoja había saltado del
               marco, humeante la madera, fundidos sus goznes. De la oquedad brotaba una

               lengua de humo. A su alrededor, muchas de las viviendas habían ardido hasta
               los  cimientos.  Una  capa  de  polvo  gris  lo  revestía  todo.  Junto  a  la  casa
               comunal  se  erigía  un  montón  de  cadáveres,  tapados  con  una  lona  a  fin  de

               evitar que las aves se cebaran con ellos. A juzgar por las dimensiones de la
               colección, al menos quince cuerpos aguardaban bajo la cubierta a que alguien
               les diera sepultura. Entre veinticinco y treinta hombres y mujeres peinaban los
               escombros  calcinados,  con  las  manos  y  los  rostros  impregnados  de  aquel
               polvo gris. Hubo quienes lanzaron miradas de odio a la pareja, pero nadie dijo

               nada, nadie levantó un dedo.
                    Miller  y  Stevens  cruzaron  la  aldea  y  la  dejaron  atrás  buscando  el  sur,
               siguiendo el río que serpenteaba valle a través. A cada paso, los hombros de

               Miller se tensaban anticipando la inevitable bala de mosquete que habría de
               cercenarle la columna. Atardecía ya cuando se atrevieron a darse el primer
               respiro, en lo alto de un acantilado.
                    —No  lo  entiendo  —dijo  Stevens  cuando  hubo  recuperado  el  aliento—.
               ¿Por  qué  nos  han  perdonado  la  vida?  —Se  quitó  el  sombrero  y  escudriñó

               entre los árboles, atento al menor indicio de persecución.
                    —¿Eso  crees?  —En  vez  de  volver  la  vista  atrás,  hacia  el  camino  que
               habían seguido, Miller prefirió otear los bosques cerrados que se extendían

               ante ellos. La humedad, la podredumbre y el frío eran palpables. Rememoró



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