Page 110 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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               Años  después,  Miller  contrajo  matrimonio  con  una  joven  de  California  y
               sentó la cabeza en una pequeña comunidad agrícola. Abrió una armería. Su

               esposa dio a luz a un varón. Tras la llegada del bebé, a menudo se pasaba las
               noches en vela, escuchando los crujidos de la casa y el corretear de los ratones
               en las alacenas. Cuando el pequeño lloraba, la mujer de Miller acudía a su
               habitación y lo consolaba con una nana. Miller se esforzaba por escuchar sus
               palabras,  pues  eran  los  profundos  silencios  lo  que  lo  enervaban  y  le

               aceleraban el pulso.
                    Había un sauce en el patio. El árbol proyectaba su sombra a través de la
               ventana.  Mientras  su  esposa  arrullaba  al  bebé  en  la  otra  habitación,  Miller

               contemplaba el ondular de las ramas sobre el mate óvalo blanco de la pared.
               En las noches de tormenta, las sombras se estremecían, se estrechaban y se
               retorcían  como  tentáculos  que  buscaran  abrirse  paso  por  las  fisuras  de  la
               escayola hasta la cama y su cuerpo paralizado, empapado de sudor.
                    Una mañana se dirigió al cobertizo, agarró un hacha y taló el árbol. El

               primero que cortaba desde que era un muchacho. El sauce, antiguo y de gran
               tamaño, ofreció resistencia hasta la hora del almuerzo.
                    El  tronco  estaba  medio  podrido  y  hueco  en  el  centro,  y  al  estrellarse

               contra el suelo se rompió parcialmente y derramó su pulpa. Algo pesado y
               segmentado  se  revolvió  y  se  retrajo  en  el  interior.  El  agua  que  escapaba  a
               borbotones de la herida producía un silbido en el que le pareció oír a alguien
               musitando su nombre. Lo bañó todo con queroseno y encendió una cerilla.
               Los  vecinos  se  congregaron  para  presenciar  la  conflagración,  y  aunque

               cuchicheaban entre sí, nadie osó decirle ni una palabra. Circulaban rumores.
                    Su esposa salió a la puerta con el bebé en brazos. Su expresión era la de
               quien acaba de ser testigo de un oscuro milagro y aún no sabe cómo conciliar

               el temor y el asombro resultantes de su revelación.
                    Miller se quedó apoyado en el hacha, envuelto en los remolinos de humo,
               con la luz del infierno reflejada en los ojos.



















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