Page 109 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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uña en la coronilla de Stevens y agitó el dedo. Stevens enmudeció, tan
demudado y bobalicón su semblante como lo había sido el de Ma.
—Me parece que voy a declinar tu oferta —dijo Miller. Desenfundó la
pistola y la sopesó en la mano—. Adelante, ve a aterrorizar a mis parientes
lejanos. Entretanto, creo que me volaré la tapa de los sesos y me desentenderé
de todo este asunto.
—No tan deprisa, muchacho. Me he encariñado contigo. Eres libre de
abandonar esta montaña. Hay una caja con llave entre las raíces de ese árbol.
El sueldo de la compañía. Coge el dinero, cámbiate el nombre. Y cuando
llegues a viejo, asegúrate de contar los horrores que has visto… horrores que
habrán de infestar tus sueños a partir de hoy hasta el día en que mueras.
Siempre estaremos cerca de usted, señor Miller.
El doctor Kalamov se tocó el sombrero e hizo una reverencia. A
continuación, agarró a Stevens por el cuello de la camisa, lo sujetó bajo un
brazo y se perdió de vista en la penumbra creciente.
La caja estaba allí donde había prometido el hombre, y contenía una suma
cuantiosa. Miller embutió el dinero en una saca mientras el sol se ponía y caía
la oscuridad. Cuando hubo terminado de guardar el dinero, enterró la cabeza
en los brazos y profirió un gemido.
—A propósito, dos condiciones de nada —dijo el doctor Kalamov,
asomado detrás de un tocón. La piel de su rostro colgaba flácida, como una
máscara que amenazara con descolgarse de un momento a otro. Asimétricos
sus ojos; su boca, un ensangrentado tajo negro que se extendía de oreja a
oreja. Carecía de dientes—. Eres un tipo viril. Asegúrate de engendrar
mocosos a espuertas… debo hacer hincapié en ese punto. Te estaremos
vigilando, muchacho, así que pon todo tu empeño. Y luego está la cuestión de
tu primogénito…
Miller, que a punto había estado de mearse en los pantalones cuando
reapareció el doctor Kalamov, se obligó a arrancar las siguientes palabras de
su garganta:
—Queréis que os entregue a mi hijo.
El doctor Kalamov soltó una risita y tamborileó con las garras en la
madera.
—Que no, señor Miller. Era una broma. Aunque debo reconocer que esos
retorcidos cuentos de hadas son de lo más divertidos, con la de verdades
primordiales que entrañan. Sea usted bueno, y fecundo. —Retrocedió
gateando de espaldas, se elevó verticalmente en las sombras, como una araña
que trepara por su hilo, y se esfumó.
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