Page 107 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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el sueño en el que había surcado el espacio profundo, la espantosa oscuridad
que mediaba entre las estrellas, enseñoreada allí de todas las cosas—. No
tenemos donde escondernos. Si tuviera que aventurar una hipótesis, diría que
nos están reservando para algo muy especial.
Reanudaron la marcha, así pues, y llegaron a las afueras de Slango cuando
las cumbres empezaban a teñirse de púrpura. Del campamento no quedaban
más vestigios que unos cuantos troncos abandonados y barrizales pisoteados,
un batiburrillo de huellas y surcos. Hasta el último hombre, mujer y mula se
había marchado. Hasta la última herramienta, desaparecida igualmente sin
dejar ni rastro. Los raíles habían sido arrancados de cuajo. En cuestión de
meses el bosque lo reconquistaría todo, salvo las laderas más aprovechadas, y
borraría cualquier indicio de que aquella hubiera sido alguna vez la ubicación
del campamento de Slango.
—Mierda —dijo Stevens, sin excesiva emoción. Colgó el sombrero en
una rama y se enjugó el rostro con un pañuelo.
—Hola, amigos. —De detrás de un árbol salió un hombre corpulento, de
porte regio, tocado con una chistera y vestido con un inmaculado traje de
seda. Lucía un mostacho generosamente estilizado con cera y portaba un
bastón de madera de endrino en la mano izquierda. Un mortecino rayo de sol
arrancó destellos a la piel blanca, blanquísima, de su cara y su cuello—. Soy
el doctor Boris Kalamov. Me habéis causado un verdadero montón de
problemas. —Abarcó los alrededores con un ademán—. Nosotros no hacemos
las cosas así. Preferimos convivir en paz, sin que nadie nos vea o nos oiga,
agazapados como mixinos, con nuestros huéspedes ajenos a todo, informados
parcialmente tan solo por las sempiternas leyendas y las historias que se
cuentan alrededor de las fogatas y que tanto nos complacen y nos alimentan,
casi tanto como la carne y el hueso. Actuar con este tipo de melodramáticas
florituras atenta contra nuestro código, contra nuestra misma naturaleza. Por
desgracia, hubo entre los míos quienes se dejaron llevar por un arrebato
revanchista, comprensible quizá después de que incendiarais la aldea de
nuestros siervos. —Chasqueó la lengua y agitó un dedo que parecía poseer
varias articulaciones de más.
Miller no se molestó siquiera en levantar el rifle. La pesadilla que
empezaba a cobrar forma en su mente acaparaba toda su atención.
—No me diga, doctor.
Más optimista u obstinadamente beligerante, Stevens introdujo un
cartucho en la recámara del Winchester y apuntó al pecho del hombre.
El doctor Kalamov desplegó una sonrisa supurante de negro.
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