Page 87 - Extraña simiente
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                    El mundo del cual Paul luchaba por salir, primero sin mucha convicción y

               luego desesperadamente, era el mundo de la memoria. La memoria que una
               vez disparada era imposible controlar por llevar tanto tiempo reprimida. Era
               un mundo poblado por él, su padre y todas las formas que estas dos personas
               puedan tomar: Samuel Griffin, joven padre cuyo orgullo y alegría han sido

               silenciados por la muerte de su mujer en el parto.
                    Paul Griffin, cuando niño, esperando largas horas de soledad en la granja
               a que volviera su padre de trabajar.
                    Samuel  Griffin  cerrando  todas  las  puertas  y  ventanas  de  la  casa  para

               protegerlos de la feroz tormenta de invierno.
                    Paul  Griffin,  salvado  milagrosamente  de  la  muerte  tras  una  pulmonía,
               arrullado en brazos de su padre.
                    Paul Griffin escuchando, sin apenas comprender, a su padre hablando con

               gran respeto de «Lumas, mi viejo amigo».
                    Samuel  Griffin,  que  recordando  a  su  mujer  lloraba  abiertamente,  sin
               vergüenza, pero de alguna manera sin tristeza.
                    Padre  e  hijo  paseando  por  el  oscuro  bosque,  y  las  palabras  del  padre:

               «Alguien  te  dirá,  hijo,  que  los  océanos  son  el  origen  de  toda  vida».  Y
               entonces,  con  un  amplio  gesto  que  abarcaba  todo  el  bosque,  decía:  «Pero
               ahora ésta es la fuente».
                    Todo este mundo era, al mismo tiempo, para Paul un caleidoscopio y un

               proceso  de  madurez.  Y  él,  como  parte  integral,  como  participante  y
               observador, sentía que era más real que el de Rachel amenazando con una
               cuchara partida, que los campos que tenía que plantar, que casas destrozadas
               por los gamberros y vueltas a arreglar y que las huellas de dientes humanos

               encontradas en una puerta.
                    Era una realidad tan rígida, tan ineludible que para un pensamiento finito
               resultaba ilusoria.
                    Paul luchaba por escapar de ella, de su tenaza sofocante; cada escena, al

               pasar  por  su  memoria,  aunque  fuera  en  una  fracción  de  segundo,  era
               intemporal  y  parecía  que  hubiera  sido  pintada  sobre  una  inmensa  rueda
               giratoria.
                    El recuerdo del último día, el día de la muerte de su padre, pasó trémulo.

                    Luego vino el recuerdo del día siguiente; horas de silencio torturante al
               principio,  como  si  la  tierra  que  rodeaba  la  granja  y  la  granja  misma  se
               hubieran  separado  del  fluir,  de  los  acontecimientos  y  del  ruido  de  la




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