Page 96 - Extraña simiente
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Paul sintió que le embargaban varias emociones: Confusión, porque ¿qué

               animal querría o podría tomarse la molestia de quitarle toda la ropa a Lumas
               antes de comérselo? Miedo; pero no de la escena en sí —ésta daba miedo sólo
               por extensión—, sino porque sabía que fuera lo que fuera aquello que había
               atacado a Lumas, todavía estaría probablemente rondando por el bosque. Y

               aunque  estuviera  silenciado  por  las  circunstancias  especiales  en  las  que
               Lumas había muerto, a pesar incluso de la agresión sin sentido que le había
               hecho al niño —agresión que cobraba algo más de sentido después de la que
               Rachel  le  había  hecho,  y  que  parecía  ser  un  complot  silencioso  con  más

               histeria que fundamento—, Lumas había sido un hombre bueno, generoso y
               sensible,  que  se  parecía  en  muchos  aspectos  al  padre  de  Paul.  Cuando  un
               hombre de este calibre muere, se tiene un buen motivo para estar triste. Paul
               se cubrió la cara con las manos y cerró los ojos muy fuertemente, como para

               intensificar la tristeza que sentía. Una lágrima le humedeció los dedos; luego
               vino otra. De repente se dio cuenta de que no lloraba por Lumas, sino por sí
               mismo  y  por  Rachel.  Vertía  lágrimas  por  lo  confusa,  lo  angustiosa  que  se
               había vuelto la vida en este lugar. Las lágrimas rodaban ahora libremente por

               sus dedos, por la palma de sus manos y caían sobre el tosco y oscuro suelo.
                    —Hank —murmuró—. Hank, eres un cabrón.
                    Era un insulto de necesidad. A alguien había que insultar…
                    Bajó las manos. Por un momento, jugó con la idea de incendiar la cabaña

               para que el fuego borrara todo lo que había ocurrido en los últimos meses —
               para que lo borrara o lo limpiara—. Pero era una idea estúpida, y él lo sabía.
                    Paul volvió la cabeza y la levantó para mirar el techo puntiagudo de la
               cabaña. ¿Esos ruiditos que oía serían provocados por la lluvia?, se preguntó.

               No, eso era imposible; durante toda la mañana el cielo había estado pálido,
               tranquilo, sin nubes ni indicio de lluvia. Hacía un día demasiado bonito para
               realizar la tarea que suponía debía cumplir.



                                                          * * *



                    Rachel apoyó la mano contra la pared para no caerse por la escalera.
                    —¿Paul? —susurró—. ¿Eres tú?
                    No hubo respuesta.

                    —Paul, si estás ahí abajo, contesta, por favor.
                    La puerta cerrada al pie de la escalera golpeteó suavemente.
                    —¡Paul, por favor! —dijo todavía en un susurro, que ahora se había hecho

               tenso y desesperado.



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