Page 97 - Extraña simiente
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Desde el otro lado de la puerta, una voz dijo:

                    —¿Paul?
                    Rachel se quedó paralizada. Esa voz… era su propia voz; un poco más
               grave y hueca, debido a la puerta cerrada. La voz volvió a decir:
                    —¿Paul? —y añadió—: ¿Eres tú?

                    Una rendija de luz tenue pasaba por debajo de la puerta; Rachel vio cómo
               una sombra la oscurecía.
                    —¿Paul? —suplicó temblorosa—, no me gusta este juego.
                    Pero  Paul  no  hacía  bromas  de  este  tipo,  no  podría.  Era  un  hombre

               demasiado  sombrío  para  gastar  bromas.  Especialmente  ahora,  hoy  en
               particular.
                    —¿Paul? —dijo Rachel.
                    Rachel bajó los últimos peldaños de puntillas. Pegó un oído a la puerta y

               empuñó suavemente el picaporte.
                    —Paul, contéstame, por favor —dijo Rachel.
                    Rachel  apretó  la  mano  que  sujetaba  el  picaporte  con  un  poco  más  de
               fuerza.

                    Lo movió hacia abajo y se quedó dudando.
                    —¿Paul? —preguntó Rachel.
                    —Paul, no. Paul, contéstame, por favor.
                    Es un eco, se dijo a sí misma. Una especie de eco.

                    —¡No! —repitió la voz al otro lado de la puerta—. Paul, contéstame, por
               favor —y añadió—: ¿Paul?
                    De repente, Rachel empujó la puerta hacia afuera. No se abrió.
                    —¡Oh, Dios mío! —susurró Rachel.

                    Empujó haciendo más fuerza, pero fue en vano.
                    —¡Por favor! —dijo ella llorando.
                    Rachel  soltó  el  picaporte  y  se  dejó  caer  hasta  quedar  sentada  en  las
               escaleras con la cabeza hacia adelante y las rodillas muy juntas.

                    —Quien sea, por favor, váyase; váyase, ¡por favor!
                    —Por  favor,  váyase.  ¡Oh,  Dios  mío!  —dijo  la  voz  al  otro  lado  de  la
               puerta.



                                                          * * *



                    No podía estar lloviendo, pensó Paul; aunque, claro está, se corrigió, no
               podía ser otra cosa más que la lluvia. Aquí las cosas, y sobre todo el tiempo,

               cambiaban  muy  bruscamente.  Debía  ser  una  llovizna  muy  débil,  ya  que



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