Page 100 - Extraña simiente
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                    Paul  lo  sabía  y  trataba  con  todas  sus  fuerzas  de  hacerle  frente  a  la
               situación.  Pero  era  imposible.  Sólo  es  posible  enfrentarse  con  lo  que  es
               familiar,  reconocible.  Pero  no  con  lo  que  seguía  siendo  diabólicamente
               anónimo. Uno no puede hacer frente a los fantasmas, sólo puede percibirlos.

                    Paul lo sabía; sabía que no había ningún lobo. El último lobo había sido
               abatido  hacía  setenta  u  ochenta  años,  como  le  dijo  a  Rachel.  Además,  los
               lobos dejan huellas. Él no había visto ninguna. Los lobos aúllan de vez en
               cuando.  Pero  los  únicos  sonidos  que  aquí  se  oían  eran  los  que  se  esperan,

               sonidos  al  menos  vagamente  identificables.  Además,  los  lobos  tienen  una
               forma particular de matar, que aunque es tremendamente eficaz, también es
               muy sucia. Mucho más, desde luego, que la empleada en matar a los pobres
               animales que había encontrado destrozados. No era un lobo. Pero sí otra cosa.

                    De pronto, recordó la última conversación que tuvo con Lumas. Dudó en
               calificarla de «coherente», ni siquiera estaba seguro de que hubiese sido una
               conversación  sino  más  bien  un  monólogo.  Un  monólogo  que  Lumas
               necesitaba articular antes de que la muerte lo llamara. Fue como una especie

               de último deseo o de perverso testamento:
                    «La  tierra…»  —le  había  dicho  Lumas  tartamudeando—,  «la  tierra»…,
               había  repetido,  esforzándose  tremendamente  para  encontrar  las  palabras
               correctas. «La tierra, Paul. La tierra crea».

                    Paul recordó que todo lo que Lumas dijo había girado en torno a esa idea.
               Pero en ningún momento fue ni más explícito ni más preciso. Estaba claro
               que Lumas estaba en su vena sutil y opaca, pensó Paul. Opacos, sobre todo,
               habían sido sus comentarios a propósito de los «dones» de Rachel. Si Rachel

               poseía  algún  don,  este  debía  ser  el  muy  cuestionable  don  de  tener  una
               sensibilidad  agudísima  unida  por  desgracia  a  una  admirable  imaginación.
               Prueba de ello eran las voces que aseguraba haber oído tras la puerta cerrada
               dos  semanas  antes.  Prueba  de  ello  también  era  la  risa  ocasional  y  apenas

               audible que juraba escuchar algunas noches. Una risa que, según ella, parecía





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