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Nadie,  absolutamente  nadie,  por  grande  que  sea  su formación,  domina  su  lengua a  la

           perfección, y sólo conoce una pequeñísima porción del inmenso caudal léxico que posee
           cualquier  lengua  de  cultura,  cuyas  unidades  se  cuentan  por  cientos  de  miles.  Está

           perfectamente demostrado que, dejando a un lado los términos de la especialidad de cada
           cual --los vocabularios de profesiones y oficios--, el hombre culto, el intelectual, maneja

           entre 4.000 y 5.000 vocablos, en contraste con el hombre común, que ronda los 2.000.
                  Esta notable desproporción entre la enorme cantidad de palabras que posee una

           lengua y el reducido número que conocen sus hablantes no debe ser motivo de desazón

           para  nadie,  pues  afortunadamente  no  estamos  desarmados  y  disponemos  de  un
           instrumento  eficaz  que  puede  poner  al  alcance  de  cualquier  hablante,  en  cualquier

           momento, algún dato que, perteneciendo al patrimonio lingüístico común, no se encuentre
           en su acervo cultural. Este instrumento es el diccionario.

            Estoy convencido de que nadie pone en duda el valor inestimable del diccionario como

           obra de consulta, y probablemente estaríamos todos de acuerdo en atribuirle un nivel de
           consideración  sólo  comparable  al  otorgado  a  la  Biblia.  Sin  embargo,  es  paradójica  la

           ignorancia que existe en torno a él.
            Si hiciéramos una encuesta entre la gente de la calle constataríamos que, efectivamente,

           en casi todos los hogares hay un diccionario, pero también nos sorprendería comprobar

           que son pocos quienes lo utilizan de una manera continuada y muchos más quienes no lo
           utilizan  nunca.  Al  preguntarles  sobre  los  factores  que  determinaron  la  elección  de  su

           diccionario responderían, con toda seguridad, mencionando elementos lingüísticamente
           irrelevantes como el precio o el tamaño (y no porque contuviera más o menos palabras,

           sino  por  si  se  ajustaba  al  mueble  al  que  había  sido  destinado).  Muchos  no  sabrían
           distinguirlos  de  una  enciclopedia  y  serían  incapaces  de  explicar  lo  que  significan  las

           abreviaturas  o  los  símbolos  que  aparecen  en  él:  confesarían  no  haber  leído  nunca  su

           prólogo. Dice el lingüista británico David Crystal, con cierto tono de ironía, que la mayoría
           de  las  personas  que  antes  de  comprar  un    nuevo  coche  examinarían  hasta  sus  más

           minúsculas  características  ignoran  la  potencia  que  se  esconde  bajo  el  capó  de  un

           diccionario.


                                              Humberto Hernández, Literatura y diccionario.
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