Page 315 - El Señor de los Anillos
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Continuaron.  Pero  poco  después  la  nieve  caía  apretadamente,
      arremolinándose ante los ojos de Frodo. Apenas podía ver las figuras sombrías y
      encorvadas de Gandalf y Aragorn, que marchaban delante a uno o dos pasos.
        —Esto no me gusta —jadeó Sam, que venía detrás—. No tengo nada contra
      la nieve en una mañana hermosa, pero prefiero estar en cama cuando cae. Sería
      bueno  que  toda  esta  cantidad  llegara  a  Hobbiton.  La  gente  de  allí  le  daría  la
      bienvenida.
        Excepto en los páramos altos de la Cuaderna del Norte las nevadas copiosas
      eran raras en la Comarca y se las recibía como un acontecimiento agradable y
      una  posibilidad  de  diversión.  Ningún  hobbit  viviente  (excepto  Bilbo)  podía
      recordar  el  terrible  invierno  de  1311,  cuando  los  lobos  blancos  invadieran  la
      Comarca cruzando las aguas heladas del Brandivino.
        Gandalf se detuvo. La nieve se le acumulaba sobre la capucha y los hombros
      y le llegaba ya a los tobillos.
        —Esto es lo que me temía —dijo—. ¿Qué opinas ahora, Aragorn?
        —También yo lo temía —respondió Aragorn—, pero menos que otras cosas.
      Conozco el riesgo de la nieve, aunque pocas veces cae copiosamente tan al sur,
      excepto en las alturas. Pero no estamos aún muy arriba; estamos bastante abajo,
      donde los pasos no se cierran casi nunca en el invierno.
        —Me pregunto si no será una treta del enemigo —dijo Boromir—. Dicen en
      mi país que él comanda las tormentas en las Montañas de Sombra que rodean a
      Mordor. Dispone de raros poderes y de muchos aliados.
        —El brazo le ha crecido de veras —dijo Gimli— si puede traer nieve desde el
      norte para molestarnos aquí a trescientas leguas de distancia.
        —El brazo le ha crecido —dijo Gandalf.
      Mientras  estaban  allí  detenidos,  el  viento  amainó  y  la  nieve  disminuyó  hasta
      cesar casi del todo. Echaron a caminar otra vez. Pero no habían avanzado mucho
      cuando  la  tormenta  volvió  con  renovada  furia.  El  viento  silbaba  y  la  nieve  se
      convirtió  en  una  cellisca  enceguecedora.  Pronto  aún  para  Boromir  fue  difícil
      continuar. Los hobbits, doblando el cuerpo, iban detrás de los más altos, pero era
      obvio que no podrían seguir así, si continuaba nevando. Frodo sentía que los pies
      le pesaban como plomo. Pippin se arrastraba detrás. Aun Gimli, tan fuerte como
      cualquier otro enano, refunfuñaba tambaleándose.
        De pronto la Compañía hizo alto, como si todos se hubiesen puesto de acuerdo
      sin  que  mediara  una  palabra.  De  las  tinieblas  de  alrededor  les  llegaban  unos
      ruidos misteriosos. Quizá no era más que una jugarreta del viento en las grietas y
      hendiduras  de  la  pared  rocosa,  pero  los  sonidos  parecían  chillidos  agudos,  o
      salvajes estallidos de risa. Unas piedras comenzaron a caer desde la falda de la
      montaña, silbando sobre las cabezas de los viajeros, o estrellándose en la senda.
      De cuando en cuando se oía un estruendo apagado, como si un peñasco bajara
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