Page 328 - El Señor de los Anillos
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círculo de piedras. Otras y otras venían detrás. Aragorn lanzó una estocada y le
      atravesó la garganta a un lobo enorme, uno de los jefes. Golpeando de costado,
      Boromir le cortó la cabeza a otro. Gimli estaba de pie junto a ellos, las piernas
      separadas, esgrimiendo su hacha de enano. El arco de Legolas cantaba.
        A la luz oscilante del fuego pareció que Gandalf crecía de súbito: una gran
      forma amenazadora que se elevaba como el monumento de piedra de algún rey
      antiguo en la cima de una colina. Inclinándose como una nube, tomó una rama y
      fue al encuentro de los lobos. Las bestias retrocedieron. Gandalf arrojó al aire la
      tea  llameante.  La  madera  se  inflamó  con  un  resplandor  blanco,  como  un
      relámpago en la noche, y la voz del mago rodó como el trueno:
        —Naur an edraith ammen! Naur dan i ngaurhoth!
        Hubo un estruendo y un crujido y el árbol que se alzaba sobre él estalló en
      una floración de llamas enceguecedoras. El fuego saltó de una copa a otra. Una
      luz  resplandeciente  coronó  toda  la  colina.  Las  espadas  y  cuchillos  de  los
      defensores  brillaron  y  refulgieron.  La  última  flecha  de  Legolas  se  inflamó  en
      pleno vuelo, y ardiendo se clavó en el corazón de un gran jefe lobo. Todos los
      otros escaparon.
        El  fuego  se  extinguió  lentamente  hasta  que  sólo  quedó  un  movimiento  de
      cenizas  y  chispas  y  una  humareda  acre  subió  en  volutas  de  los  muñones
      quemados  de  los  árboles,  envolviendo  oscuramente  la  loma  mientras  las
      primeras  luces  del  alba  aparecían  pálidas  en  el  cielo.  Los  lobos  habían  sido
      vencidos y no volverían.
        —¿Qué le dije, señor Pippin? —comentó Sam envainando la espada—. Los
      lobos no pudieron con él. Fue de veras una sorpresa. ¡Casi se me chamuscan los
      cabellos!
      Entrada la mañana no se vio ninguna señal de los lobos, ni se encontró ningún
      cadáver.  Las  únicas  huellas  del  combate  de  la  noche  eran  los  árboles
      carbonizados  y  las  flechas  de  Legolas  en  la  cima  de  la  loma.  Todas  estaban
      intactas excepto una que no tenía punta.
        —Tal como me lo temía —dijo Gandalf—. Estos no eran lobos comunes que
      buscan alimento en el desierto. ¡Comamos en seguida y partamos!
        Ese día el tiempo cambió otra vez, casi como si obedeciese a algún poder que
      ya no podía servirse de la nieve, desde que ellos se habían retirado del paso, un
      poder que ahora deseaba tener una luz clara, de manera que todo aquello que se
      moviese en el desierto pudiera ser visto desde muy lejos. El viento había estado
      cambiando durante la noche del norte al noroeste y ahora ya no soplaba. Las
      nubes desaparecieron en el sur descubriendo un cielo alto y azul. Estaban en la
      falda de la loma, listos para partir, cuando un sol pálido iluminó las cimas de los
      montes.
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