Page 690 - El Señor de los Anillos
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pequeñas fieras perseguidas, a la orilla de un extenso cañaveral pardusco. Había
      un profundo silencio, rasgado sólo superficialmente por las ligeras vibraciones de
      las cápsulas de las semillas, ahora resecas y vacías, y el temblor de las briznas de
      hierba quebradas, movidas por una brisa que ellos no alcanzaban a sentir.
        —¡Ni un solo pájaro! —dijo Sam con tristeza.
        —¡No,  nada  de  pájaros!  —dijo  Gollum—.  ¡Buenos  pájaros!  —Se  pasó  la
      lengua por los dientes—. Nada de pájaros aquí. Hay serpientes, gusanos, cosas de
      las ciénagas. Muchas cosas, montones de cosas inmundas. Nada de pájaros —
      concluyó tristemente. Sam lo miró con repulsión.
      Así transcurrió la tercera jornada del viaje en compañía de Gollum. Antes que
      las  sombras  de  la  noche  comenzaran  a  alargarse  en  tierras  más  felices,  los
      viajeros  reanudaron  la  marcha,  avanzando  casi  sin  cesar,  y  deteniéndose  sólo
      brevemente, no tanto para descansar como para ayudar a Gollum; porque ahora
      hasta él tenía que avanzar con sumo cuidado, y a ratos se desorientaba. Habían
      llegado al corazón mismo de la Ciénaga de los Muertos y estaba oscuro.
        Caminaban lentamente, encorvados, en apretada fila, siguiendo con atención
      los  movimientos  de  Gollum.  Los  pantanos  eran  cada  vez  más  aguanosos,
      abriéndose en vastas lagunas; y cada vez era más difícil encontrar donde poner el
      pie sin hundirse en el lodo burbujeante. Por fortuna, los viajeros eran livianos,
      pues de lo contrario difícilmente hubieran encontrado la salida.
        Pronto la oscuridad fue total: el aire mismo parecía negro y pesado. Cuando
      aparecieron las luces, Sam se restregó los ojos: pensó que estaba viendo visiones.
      La  primera  la  descubrió  con  el  rabillo  del  ojo  izquierdo:  un  fuego  fatuo  que
      centelleó  un  instante  débilmente  y  desapareció;  pero  pronto  asomaron  otras:
      algunas  como  un  humo  de  brillo  apagado,  otras  como  llamas  brumosas  que
      oscilaban  lentamente  sobre  cirios  invisibles;  aquí  y  allá  se  retorcían  como
      sábanas  fantasmales  desplegadas  por  manos  ocultas.  Pero  ninguno  de  sus
      compañeros decía una sola palabra.
        Por último Sam no pudo contenerse.
        —¿Qué es todo esto, Gollum? —dijo en un murmullo—. ¿Estás luces? Ahora
      nos rodean por todas partes. ¿Nos han atrapado? ¿Quiénes son?
        Gollum alzó la cabeza. Se encontraba delante del agua oscura y se arrastraba
      en el suelo, a derecha e izquierda, sin saber por dónde ir.
        —Sí, nos rodean por todas partes murmuró. Los fuegos fatuos. Los cirios de
      los  cadáveres,  sí,  sí.  ¡No  les  prestes  atención!  ¡No  las  mires!  ¡No  las  sigas!
      ¿Dónde está el amo?
        Sam volvió la cabeza y advirtió que Frodo se había retrasado otra vez. No lo
      veía. Volvió sobre sus pasos en las tinieblas, sin atreverse a ir demasiado lejos, ni
      a llamar en voz más alta que un ronco murmullo. Súbitamente tropezó con Frodo,
      que  inmóvil  y  absorto  contemplaba  las  luces  pálidas.  Las  manos  rígidas  le
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