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LXXI
     SIEN EN
  Pero, si bien el hablante exalta el encuentro erótico como lo que restablece furtiva- mente el sentimiento y la vivencia de unidad (la intensidad del goce, el sentimiento de disolución y fusión, de vuelta a lo indeterminado e informe) y la palabra se disloca, se desborda buscando hacer emerger la presencia, pesa en el poema, en su estrofa final, la vuelta de la conciencia de su carácter efímero e intrascendente, lo que devuelve al sujeto, aún con mayor fuerza, a una existencia de incompletud, a su condición de huér- fano. El presente se vacía de presencia. Lo extra-ordinario se diluye en lo ordinario, en lo cualquiera, vuelve la conciencia del tiempo lineal y sucesivo que hace del hombre un “ser para la muerte” y el futuro no puede ser sino crepúsculo. Lo que queda es lo intrascendente de la satisfacción, es a eso a la que solo puede pretender el huérfano (aquel que no tiene, que está a la intemperie de la existencia). La dimensión metafísica y ritualizable es subsumida por lo ordinario, como la cenicienta en su mundo de pronto desencantado. De la misma manera, el signo del habla doméstica y conversacional se invierte, los imperativos (calla, recójete, regocíjate) han perdido su norte, al tú inicial, la amada/amante. Ya no está ese otro que completa, a quien se habla y comparte el secreto del lenguaje. La interlocución cambiante señala ese espacio vacío, exacerba la soledad y el soliloquio, el habla carente de presencia se abre a la desvirtuación irónica.
4. No se deja entrar en el poema ninguna expansión sentimental (romántica) como lo sugiere la admonición lanzada al « crepúsculo ». Aunque el poema sigue un «guión » temporal, al « sol » del primer verso no le queda sino ocultarse tras el horizonte, quizá lo que sorprende es el adjetivo « futuro » asociado a « crepúsculo » asociación casi contranatura, oximorónica, el fin connotado por el crepúsculo signa el porvenir. Sobre todo, con ese imperativo conminativo que introduce nuevamente un acto de comuni- cación de lo más prosaico, al crepúsculo se le despoja de su « valor poético » o sea el ser la circunstancia propicia para la melancolía (asignada por el romanticismo). No hay espacio para esta, al contrario, a ella se le opone la risa (no de placer sino irónica). Las marcas propias de la expansión sentimental se contrarían e incluso se parodian, la palabra no procede a una valoración de la interioridad subjetiva, esta se ve sometida a la animalización (el « celo » y los gallos ajisecos »), prevalece no el sentimiento sino el instinto. Se despoja la circunstancia amorosa y erótica de toda guirlanda romántica, así como de una expresividad emotiva, sufriente. El « celo » en posición de encabalga- miento al borde del verso, crece en su polisemia : remite a la cosa amorora-sexual en su más despojada animalidad, en una disonancia [j] exaltada, no armonía ni musicalidad sino jadeo, fricciones sonoras, crudeza del encuentro, acto fisiológico. Eso se entreoye (como se entreve) en « cúpulas », y lo humano se esfuma ante la figura plural de los gallos ennavajados, a la vez que desaparece la mujer y queda una forma convexa y cón- cava (nuevamente la « cúpula »), una « viuda mitad cerúlea », como resto, jirón de lo sacro (o idealizado). Al final de la larga frase, como excrecencia o apéndice se dibuja lo que en realidad es central, la unidad. Pero ya como imposible, la [u] de la unidad nom- brada, convocada en la segunda estrofa se encuentra diseminada en la última estrofa, partida en varias palabras, perdida.
Habíamos evocado la polisemia de « celo », en « y recójete a reír en lo íntimo, de este
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