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VI
SIEN EN
lo transgredía. ¿Debía acaso un niño sin padre, arrancado de los brazos de su madre, crecido en una casa prestada, en un barrio (un país, un subcontinente; da lo mismo) asolado por la violencia ―la del alcohol, la de las pandillas, la de las masacres, la de la guerra civil―; debía ese mozo, digo, acaso pretender, no solo dedicar su vida a las escazas ciencias del hombre, sino además hacerlo en las (casi siempre, imperiales) capitales del Norte? No, su destino no era dejar a su madre en un campamento-refinería que hace tiempo era denunciado ya como una de las ciudades más irrespirables del mundo; ni dejar en la bestial y muelle Lima a su otra madre, aquella anciana casi analfabeta que lo criara con todas las fuerzas que le quedaran después de tantos afanes y dolores. No era ciertamente tal su sino, claro, aunque fueron justamente ellas dos quienes le enseñaran a sortear la perenne desigualdad del Perú; a evadir ―esto es crucial― sus agudas degradaciones ―sea el odio puro, el alcohol industrial, los coche bombas o la corrupción moral―. No, no era ese definitivamente el camino que le hubieran asignado los datos socioeconómicos que alguien (de haberle interesado por caridad cristiana o desarrollismo político) bien podría haber reunido; pero si se hubiese quedado, habría sido sobre todo para sufrir al lado de ellas; o eso temía él, más bien. Todavía más claro: yéndose del Perú, uno no puede sino dejar el traje turbio de injusticia ―aquella que todo lo inunda (tanto Yauricocha y Santiago de Chuco como Uccle o Montparnasse); pero que, en ciertas regiones (en ambos hemisferios, que quede claro), te ahoga más (un poco más) que en otras...
Un día le pregunté en dónde había estado. Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. Un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena. Un flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de droga y de dolor. Un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría. (Roberto Bolaño. Los detectives salvajes, 1998).
“Ahora que no hay quien vaya a las aguas,/en mis falsillas encañona/el lienzo para emplumar, y todas las cosas/del velador de tánto qué será de mí,/ todas no están mías/a mi lado. Quedaron de su propiedad,/fratesadas, selladas con su trigueña bondad.” Creo, pero temo. Hago etnología, pero como sudamericano de “baja extracción” —pues no todos lo son, en absoluto; y menos por estos lares. Y si el Perú (esto es, Carabayllo, Lima, los desiertos, Llocllapampa, la sierra, sus altas selvas; da lo mismo) me es ineludiblemente familiar, es porque allí, sin cesar y todavía, persiste la mirada algo extraviada de aquel niño (leyendo “Ulises” o “El origen de las maneras de mesa”, por qué no) en su polvorienta azotea de Carabayllo. Claro, algo de cualquiera que parte se queda en los cajones de quienes lo amaron y no partieron; esto es, aquí, de aquellas dos atribuladas hijas del Perú que intento evocar sin contrición. Aunque crea, pues; aunque goce y glose, aunque escriba, invente y descubra; no dejo
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