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VI
     SIEN EN
  de temer (temblar casi): a ese punto hemos llegado por solo contemplar ese Perú que pareciera, ya tantos años, hipnotizado por el vacío; por esa tan común corrupción moral que nuestros padres no supieron resistir y que colmó de basura, inmundicia pura, sus mejores universidades, sus altos ministerios, sus encumbradas asambleas. ¿Cuántos más de los incontables “Coricanchas bautizados” que surcan esas tierras habremos de aniquilar y olvidar antes de saciar tanta sed de naderías, tanta extracción de dolor? ¿Cuántos...?
It arose from the incapacity to manage the unmanageable, from the sense that self-objectification was always already elusive, from the ontological conditions of becoming Other, from the hunger of the Black Caiman that it reflected and instantiated. Moreover, shame was contagious and it was no coincidence that shame began pursuing me just as I began to pursue it. Doing anthropology among Indians in the Chaco made you some kind of parasite; you just had to work out precisely what kind you wanted to be, or better yet not begin the journey in the first place. And I had even more difficulty identifying of what, precisely, I felt ashamed... I could find no obvious transgressions beyond the greatest transgression of them all: the very act of being there, of witnessing that to which it is impossible to reliably bear witness. It took me a long time to realize that shame was a riddle without an answer and that this was the only answer to discover. And I was not alone.
...At least four others I know of gave themselves over fully to the embrace of the Black Caiman, fits of skin rending insanity or depression followed with a shot in the head, a car driven off a hillside, the fetishes of tradition and ethics feeble talismans against such shameful impotence. All the decent ones felt it to some degree, the darkness beckoning with rage, madness, despair. (Lucas Bessire. Behold the Black Caiman: A Chronicle of Ayoreo Life. 2014, p. 171).
“Y si supiera si ha de volver;/y si supiera qué mañana entrará/a entregarme las ropas lavadas, mi aquella/lavandera del alma. Que mañana entrará/satisfecha, capulí de obrería, dichosa/de probar que sí sabe, que sí puede...” ¿Dónde quedara, pues, esa determinación de seguir creando y gozando que de ellas bebiera? ¿De dónde provenía aquella fuerza si, al fin y al cabo, tan europeos y tan indios son el ilustre Paulo Inca en Alcalá de Henares y el harapiento Ernesto en Abancay? ¿Cómo asirla sin el Perú y ya solo en uno mismo? En su juventud más o menos desgajada entre merodeos por los valles de sus sierras y costas (ignorando, ¡ay de él!, su vasta jungla), aquel chiquillo de Carabayllo llegó a sospechar que la respuesta yacía quizá en las palabras de los hombres y niños de Cañaris e Incahuasi; que la solución al enigma podría descifrarse en las siluetas y los gestos de quienes encontrara en Viscas y Vichaycocha. Tal es su (vano) empeño, en realidad, hasta esta algo fría mañana varsoviana.
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