Page 63 - El niño con el pijama de rayas
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grosero que Bruno había visto jamás, se dio la vuelta y se dirigió derecho hacia el
comedor y, sin más, se sentó a la cabecera de la mesa, ¡en la silla de Padre! Un
poco aturullados, Padre y Madre lo siguieron y Madre dio instrucciones a Lars
para que empezara a calentar la sopa.
—Yo también sé hablar francés —dijo la hermosa rubia, inclinándose y
sonriendo a los niños. Ella no parecía tener tanto miedo al Furias como Madre y
Padre—. El francés es un idioma muy bonito y está muy bien que lo aprendas.
—¡Eva! —llamó el Furias desde la otra habitación, chasqueando los dedos
como si la mujer fuera un perrito faldero. Ella puso los ojos en blanco, se irguió
despacio y se dio la vuelta.
—Me gustan tus zapatos, Bruno, pero me parece que te aprietan un poco —
añadió con una sonrisa—. Si es así, deberías decírselo a tu madre antes de que te
lastimen los pies.
—Sí, me aprietan un poco —admitió Bruno.
—Normalmente no llevo tirabuzones —aclaró Gretel, celosa de su hermano
por la atención que estaba recibiendo.
—¿Por qué no? —preguntó la mujer—. Te quedan preciosos.
—¡Eva! —llamó el Furias por segunda vez, y la hermosa mujer se alejó de
ellos.
—Ha sido un placer conoceros —dijo antes de entrar en el comedor y
sentarse a la izquierda del Furias.
Gretel fue hacia la escalera, pero Bruno se quedó plantado donde estaba,
observando a la rubia hasta que ella volvió a fijarse en él y le hizo un gesto de
adiós con la mano, en el preciso instante en que aparecía Padre y cerraba las
puertas, indicándole con la cabeza que debía subir a su habitación, sentarse en
silencio, no hacer ruido y, sobre todo, no deslizarse por la barandilla.
El Furias y Eva estuvieron dos horas en la casa, y no llamaron a Gretel ni a
Bruno para que bajaran a despedirse. El niño los vio marchar desde la ventana de
su dormitorio; se dirigieron hacia un coche conducido por un chófer, algo que
impresionó mucho a Bruno, que se fijó en que el Furias no abrió la puerta a su
acompañante sino que se montó en el vehículo y se puso a leer el periódico,
mientras ella volvía a despedirse de Madre y le daba las gracias por la agradable
velada.
« Qué hombre tan horrible» , pensó Bruno.
Más tarde, esa misma noche, el niño oyó fragmentos de una conversación
entre Madre y Padre. Ciertas frases se colaron por el ojo de la cerradura o por la
rendija de la puerta del despacho de Padre, subieron por la escalera, torcieron en
el rellano y se filtraron por debajo de la puerta del dormitorio de Bruno. Aunque
sus padres hablaban en voz inusualmente alta, él sólo entendió unas pocas
palabras:
—… Marcharnos de Berlín. Y para ir a un sitio como… —dijo Madre.