Page 41 - Amor en tiempor de Colera
P. 41

Ariza estaba hablando por inspiración del Espíritu Santo. Así que entró en la casa para
                    cambiar de agujas, y dejó solos a los dos jóvenes bajo los almendros del portal.
                          En realidad,  era muy poco lo que  sabía  Fermina Daza  de aquel pretendiente
                    taciturno que había aparecido en su vida como una golondrina de invierno, y del cual no
                    hubiera conocido ni siquiera el nombre de no haber sido por la firma de la carta. Había
                    averiguado  desde  entonces que  era el  hijo sin  padre de una soltera laboriosa y seria,
                    pero marcada sin remedio por el estigma de fuego de un único extravío juvenil. Se había
                    enterado  de que no  era mensajero del  telégrafo,  como ella  suponía,  sino un asistente
                    bien calificado con un  futuro promisorio,  y pensó  que había  llevado el telegrama a  su
                    padre sólo como un pretexto  para verla a  ella. Esa  suposición  la  conmovió. También
                    sabía que era uno de los músicos del coro, y aunque nunca se había atrevido a levantar
                    la  vista para comprobarlo durante la misa, un  domingo tuvo la revelación de que
                    mientras los otros instrumentos tocaban para todos, el violín tocaba sólo para ella. No
                    era el tipo  de hombre  que  hubiera escogido.  Sus espejuelos de  expósito,  su atuendo
                    clerical, sus recursos misteriosos  le habían  suscitado una curiosidad difícil de resistir,
                    pero nunca había imaginado que la curiosidad fuera otra de las tantas celadas del amor.

                          Ella misma no se explicaba por qué había aceptado la carta. No se lo reprochaba,
                    pero el  compromiso cada  vez  más apremiante de  dar una respuesta se le  había
                    convertido en un estorbo para vivir. Cada palabra de su padre, cada mirada casual, sus
                    gestos más triviales le parecían sembrados de trampas para descubrir su secreto. Era tal
                    su estado de  alarma, que  evitaba hablar  en la mesa  por temor de  que un  descuido
                    pudiera delatarla, y se volvió evasiva hasta con la tía Escolástica, a pesar de que ésta
                    compartía su ansiedad reprimida como si fuera propia.  Se encerraba  en el baño  a
                    cualquier hora, sin  necesidad, y  volvía  a leer la carta tratando de  descubrir  un código
                    secreto, una fórmula mágica escondida en alguna de las trescientas catorce letras de sus
                    cincuenta y ocho palabras, con la esperanza de que dijeran más de lo que decían. Pero
                    no encontró nada más de lo que había entendido en la primera lectura, cuando corrió a
                    encerrarse en el baño con el corazón enloquecido, y desgarró el sobre con la ilusión de
                    que fuera una carta abundante y febril, y sólo se encontró con un billete perfumado cuya
                    determinación la asustó.
                          Al principio no había pensado en serio que estuviera obligada a dar una respuesta,
                    pero la carta  era tan explícita  que no  había  modo de  sortearla.  Mientras tanto, en  la
                    tormenta de las dudas, se sorprendió pensando en Florentino Ariza con más frecuencia y
                    más interés de los que quería permitirse, y hasta se preguntaba atribulada por qué no
                    estaba en el parquecito a la hora  de siempre, sin recordar que era ella quien le había
                    pedido no volver mientras pensaba la respuesta. Así terminó pensando en él como nunca
                    se hubiera imaginado que se podía pensar en alguien, presintiéndolo donde no estaba,
                    deseándolo donde no podía estar, despertando de pronto con la sensación física de que él
                    la contemplaba en la oscuridad mientras ella dormía, de modo que la tarde en que sintió
                    sus pasos resueltos sobre el reguero de hojas amarillas del parquecito, le costó trabajo
                    creer que no fuera otra burla de su fantasía. Pero cuando él le reclamó la respuesta con
                    una autoridad que no tenía nada que ver  con  su languidez, ella logró  sobreponerse al
                    espanto y trató de evadirse por la verdad: no sabía qué contestarle.

                          Sin embargo, Florentino Ariza no había salvado un abismo para amedrentarse con
                    los siguientes.
                          -Si aceptó la carta -le dijo-, es de mala urbanidad no contestarla.
                          Ese fue el final del laberinto. Fermina Daza dueña de sí misma, se excusó por la
                    demora, y le dio su palabra formal de que tendría una respuesta antes del término de las
                    vacaciones. Cumplió. El último viernes de febrero, tres días antes de la reapertura de los
                    colegios, la tía Escolástica fue a la oficina del telégrafo a preguntar cuánto costaba un
                    telegrama  para el  pueblo  de  Piedras  de Moler, que ni  siquiera figuraba  en  la  lista  de
                    servicios, y se dejó atender por Florentino Ariza como si nunca se hubieran visto, pero al
                    salir fingió olvidar en el mostrador un breviario empastado en piel de lagartija dentro del
                    cual había  un sobre de papel de  lino con viñetas doradas. Trastornado  por  la dicha,

                                                                              Gabriel García Márquez  41
                                                                        El amor en los tiempos del cólera
   36   37   38   39   40   41   42   43   44   45   46