Page 43 - Amor en tiempor de Colera
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mágicos, y le regaló de cumpleaños un centímetro cuadrado del hábito de San Pedro
Claver, de los que se vendían a escondidas por aquellos días a un precio inalcanzable
para una colegiala de su edad. Una noche, sin ningún anuncio, Fermina Daza despertó
asustada por una serenata de violín solo con un valse solo. La estremeció la clarividencia
de que cada nota era una acción de gracias por los pétalos de sus herbarios, por los
tiempos robados a la aritmética para escribir sus cartas, por el susto de los exámenes
pensando más en él que en las Ciencias Naturales, pero no se atrevió a creer que
Florentino Ariza fuera capaz de semejante imprudencia.
La mañana siguiente, durante el desayuno, Lorenzo Daza no podía resistir la
curiosidad. En primer término, porque no sabía qué significaba una sola pieza en el
lenguaje de las serenatas, y en segundo término, porque a pesar de la atención con que
la escuchó no había logrado precisar en qué casa había sido. La tía Escolástica, con una
sangre fría que le devolvió el aliento a la sobrina, aseguró haber visto a través de los
visillos del dormitorio que el violinista solitario estaba del otro lado del parque, y dijo que
en todo caso una pieza sola era una notificación de ruptura. En su carta de ese día,
Florentino Ariza confirmó que era él quien había llevado la serenata, y que el valse había
sido compuesto por él y tenía el nombre con que conocía a Fermina Daza en su corazón:
La Diosa Coronada. No volvió a tocarlo en el parque, pero solía hacerlo en noches de luna
en sitios elegidos a propósito para que ella lo escuchara sin sobresaltos en la alcoba. Uno
de sus sitios preferidos era el cementerio de los pobres, expuesto al sol y a la lluvia en
una colina indigente donde dormían los gallinazos, y donde la música lograba resonancias
sobrenaturales. Más tarde aprendió a conocer la dirección de los vientos, y así estuvo
seguro de que su voz llegaba hasta donde debía.
En agosto de ese año, una nueva guerra civil de las tantas que asolaban el país
desde hacía más de medio siglo amenazó con generalizarse, y el gobierno impuso la ley
marcial y el toque de queda a las seis de la tarde en los estados del litoral caribe. Aunque
ya habían ocurrido algunos disturbios y la tropa cometía toda clase de abusos de
escarmiento, Florentino Ariza seguía tan perplejo que no se enteraba del estado del
mundo, y una patrulla militar lo sorprendió una madrugada perturbando la castidad de
los muertos con sus provocaciones de amor. Escapó por milagro de una ejecución
sumaria acusado de ser un espía que mandaba mensajes en clave de sol a los buques
liberales que merodeaban por las aguas vecinas.
-¡Qué espía ni qué carajo -dijo Florentino Ariza-, yo no soy más que un pobre
enamorado.
Durmió tres noches encadenado por los tobillos en los calabozos de la guarnición
local. Pero cuando lo soltaron se sintió defraudado por la brevedad del cautiverio, y aun
en los tiempos de su vejez, cuando otras tantas guerras se le confundían en la memoria,
seguía pensando que era el único hombre de la ciudad, y tal vez del país, que había
arrastrado grillos de cinco libras por una causa de amor.
Iban a cumplirse dos años de correos frenéticos cuando Florentino Ariza, en una
carta de un solo párrafo, le hizo a Fermina Daza la propuesta formal de matrimonio. En
los seis meses anteriores le había enviado varias veces una camelia blanca, pero
Florentino Ariza no estaba preparado para esa respuesta, pero su madre lo estaba.
Desde que él le habló por primera vez de la intención de casarse, seis meses antes,
Tránsito Ariza había iniciado las gestiones para tomar en alquiler toda la casa que hasta
entonces compartía con dos familias más. Era una construcción civil del siglo xvu, de dos
plantas, donde estuvo el Estanco del Tabaco bajo el dominio español, y cuyos
propietarios arruinados habían tenido que alquilarla a pedazos por falta de recursos para
mantenerla. Tenía una sección que daba a la calle, donde había estado el expendio, otra
en el fondo de un patio adoquinado donde había estado la fábrica, y una caballeriza muy
grande que los inquilinos actuales usaban en común para lavar la ropa y tenderla a
secar. Tránsito Ariza ocupaba la primera parte, que era la más útil y mejor conservada,
aunque también la más pequeña. En la antigua sala de expendio estaba la mercería, con
un portón hacia la calle, y al lado el antiguo depósito sin más ventilación que una
claraboya, donde dormía Tránsito Ariza. La trastienda era la mitad de la sala, dividida con
Gabriel García Márquez 43
El amor en los tiempos del cólera