Page 44 - Amor en tiempor de Colera
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un cancel de madera. Allí había una mesa con cuatro sillas que servía al mismo tiempo
para comer y escribir, y era allí donde Florentino Ariza colgaba la hamaca cuando el
amanecer no lo sorprendía escribiendo. Era un espacio bueno para los dos, pero
insuficiente para una persona más, y menos para una señorita del Colegio de la
Presentación de la Santísima Virgen, cuyo padre había restaurado hasta dejarla como
nueva una casa en escombros, mientras las familias de siete títulos se acostaban con el
terror de que los techos de las mansiones se les desfondaran encima durante el sueño.
De modo que Tránsito Ariza había conseguido que el propietario le permitiera ocupar
también la galería del patio, a cambio de que mantuviera la casa en buen estado por
cinco años.
Tenía recursos para eso. Aparte de los ingresos reales de la mercería y de las
hilachas hemostáticas, que le hubieran alcanzado para su vida modesta, había
multiplicado los ahorros prestándolos a una clientela de nuevos pobres vergonzantes que
aceptaban sus réditos excesivos en gracia de su discreción. Señoras con aires de reinas
bajaban de las carrozas en el portón de la mercería, sin nodrizas ni criados incómodos, y
fingiendo comprar encajes de Holanda y ribetes de pasamanería empeñaban entre dos
sollozos los últimos oropeles de su paraíso perdido. Tránsito Ariza las sacaba de apuros
con tanta consideración por su alcurnia, que muchas se iban más agradecidas por el
honor que por el favor. En menos de diez años conocía como suyas las joyas tantas
veces rescatadas y vueltas a empeñar con lágrimas, y las ganancias convertidas en oro
de ley estaban enterradas en una múcura debajo de la cama cuando el hijo tomó la
decisión de casarse. Entonces hizo las cuentas, y descubrió que no sólo podía hacer el
negocio de mantener en pie la casa ajena durante cinco años, sino que con la misma
astucia y un poco más de suerte podía quizás comprarla antes de morir para los doce
nietos que deseaba tener. Florentino Ariza, por su parte, había sido nombrado ayudante
primero del telégrafo, con carácter interino, y Lotario Thugut quería dejarlo como jefe de
la oficina cuando él se fuera a dirigir la Escuela de Telegrafía y Magnetismo, prevista para
el año siguiente.
Así que el lado práctico del matrimonio estaba resuelto. Sin embargo, Tránsito
Ariza creyó prudentes dos condiciones finales. La primera, averiguar quién era en
realidad Lorenzo Daza, cuyo acento no dejaba ninguna duda sobre su origen, pero de
cuya identidad y de cuyos medios de vida no tenía nadie una noticia cierta. La segunda,
que el noviazgo fuera largo para que los novios se conocieran a fondo por el trato
personal, y que se mantuviera la reserva más estricta hasta que ambos se sintieran muy
seguros de sus afectos. Sugirió que esperaran hasta el final de la guerra. Florentino
Ariza estuvo de acuerdo con el secreto absoluto, tanto por las razones de su
madre como por el her~ metismo propio de su carácter. Estuvo también de acuerdo con
la demora del noviazgo, pero el término le pareció irreal, pues en más de medio siglo de
vida independiente no había tenido el país ni un día de paz civil.
-Nos volveremos viejos esperando -dijo.
Su padrino el homeópata, que participaba por casualidad en la conversación, no
creyó que las guerras fueran un inconveniente. Pensaba que no eran más que pleitos de
pobres arreados como bueyes por los señores de la tierra, contra soldados descalzos
arreados por el gobierno.
-La guerra está en el monte---dijo---. Desde que yo soy yo, en las ciudades no
nos matan con tiros sino con decretos.
En todo caso, los pormenores del noviazgo fueron resueltos en las cartas de la
semana siguiente. Fermina Daza, aconsejada por la tía Escolástica, aceptó el plazo de
dos años y su reserva absoluta, y sugirió que Florentino Ariza pidiera su mano cuando
ella terminara la escuela secundaria en las vacaciones de Navidad. En su momento se
pondrían de acuerdo sobre el modo de formalizar el compromiso según el grado de
aceptación que ella hubiera logrado de su padre. Mientras tanto, siguieron escribiéndose
con el mismo ardor y la misma frecuencia, pero sin los sobresaltos de antes, y las cartas
44 Gabriel García Márquez
El amor en los tiempos del cólera